UNA AGENDA EN EL DESIERTO

Un ejecutivo no tiene más remedio que usar el autobús para desplazarse a su segunda residencia veraniega ya que tiene el coche averiado en el taller. Tiene un modelo antiguo y es lo que pasa. Está tan obsoleto en la gestión de sus citas laborales o profesionales que sigue usando una agenda de papel que le sirve también para antes de acostarse escribir en ella sus impresiones y pensamientos: es una agenda-diario. Ésta no es una historia de infidelidades, sino de reencuentro con uno mismo.

Él nunca se había tenido por un romántico. Por ejemplo no había leído jamás un solo verso de Neruda. Lo de su mujer fue algo de lo más normal. Quiero decir que se conocieron en el instituto, y cuando él terminó la carrera y encontró trabajo, se casaron. Tampoco es que nada de esto le hiciera del algún modo infeliz. No era un “Rodríguez” de los que andan por ahí a la caza y captura, más por luego el faroleo infundado con los amigos que otra cosa. Tampoco era de ésos. Aunque ciertamente no había llevado un diario en su vida, para nada.

La conoció en el autobús. En realidad ella estaba allí, en el asiento de al lado al suyo, nada más que para cruzarse en su vida. Alberto tenía el coche en el taller, unapequeña, avería pero lo suficiente como quedarse sin él, sin poder usarlo en unos días. Levaba en la cartera de mano, entre otros papeles, su agenda, repleta de compromisos previos.

Ana hacía todos los días ese recorrido: Ir a la costa a poner su tenderete entre los negros y otros hippies. Pulseras trenzadas por ella en la misma forma que su pelo rubio. Estaba más morena y era, evidentemente, mucho más joven que él.

En los autobuses va pasando cada vez más como en los ascensores: es raro ya que alguien se ponga a hablar con su vecino de asiento. Para ello se lleva ya el móvil. Sería su falta de costumbre de ir en autobús o la curiosidad, su hija tendría, según había calculado, un par de años menos a lo sumo que Ana. Ella, no sé bien por lo que quiera que fue, comenzó a hablarle del desierto. Puede que le dijera que con lo que  sacara del puesto se iría unos días allí. Luego estaban esos niños saharauis que son todo ojos negros. El Sahara estaba precioso de noche, bajo un cielo turquesa estrellado. O con esa luna que es apenas una sonrisa burlona en el espacio. Uno está tan solo allí que no tiene más remedio que hablar con uno mismo. Y para eso hay que llevarse bien, y no tener prisa. Alcanzar la paz.

Pero él volverá. Es de los que siempre vuelven. Encima de la mesa estará la agenda que siempre lleva consigo. En cada una de sus páginas habrá escrito cómo, en qué fase, estaba la Luna. Las estrellas que se ven bajo el cielo del desierto, con sus nombres y apellidos. Las conversaciones que ha tenido en la soledad. El murmullo que esculpe rosas de viento en la arena. Lo despacio que va el tiempo a veces. Y otras cosas. Lo que nunca pudo imaginar que haría, que llevaría un cuaderno de bitácora para navegar por la soledad, que es como la vida: donde todo es imprevisible y nada ni nadie, ni siquiera el amor o la muerte, piden cita previa.

 

Aniceto Valverde Conesa

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