LA GRAPADORA ASESINA

Un empleado eficaz.

Entraba el jefe todas las mañanas (hasta ésta en que lo hizo por última vez) y me decía que me ocupara de que la máquina del café y la fotocopiadora funcionaran bien. Ésas eran mis importantes funciones en la oficina. El jefe era un tipo pijo que llevaba chaqueta y corbata con pantalones vaqueros. Era el cuñado del consejero delegado. Juanjo Uribe, por su parte, era el pelota mayor de la empresa. Todas las mañanas (hasta esta última) le llevaba al jefe su café calentito. Al jefe le gustaba que le doraran la píldora, y se ponía muy ancho y le decía: “Enseguida, Juanjo, nos tomamos ese cafetito; espera un segundín que le dé unas instrucciones a Ramiro”. Ése soy yo, graduado en ciencias empresariales: me acababa de enterar de que mi mujer me la pegaba con el jefe de personal, que es primo de mi jefe y pariente lejano de mi suegra, por cuya recomendación entré yo en la oficina. Ella y mi mujer siempre decían, hasta hoy, que yo no servía para nada. Sobre mi mesa tenía una grapadora enorme para planos, algo ya tan inútil como yo en los tiempos cibernéticos que hace ya tiempo nos invadieron.

Cuando llegó la policía encontró, además del griterío de la secretaria de dirección, los cuerpos del jefe, de Uribe y del jefe de personal de la empresa cosidos a grapazos y golpes en la cabeza propinados con el mazacote del instrumento, así como los regueros de sangre corriendo libremente sobre los teclados de los ordenadores y gota a gota como el agua de una fuente sobre los charcos que se habían formado en el suelo. “Ha sido ella, ha sido ella”, les dije señalando a la grapadora asesina y mirando de reojo muy seriamente a mi lívida suegra que había ido a visitar a su pariente por una cuestión de bonos bancarios que ahora obraban en mi poder, así como los títulos legales que acreditaban que la agencia especulativa era suya en realidad y no de aquellos desgraciados a los que, en verdad, tenía encargado hundirme en la miseria personal absoluta y eran sus meros testaferros. Ahora era yo tenía todas las pruebas del entramado… Su testimonio fue inapelable: el responsable de aquella sangría había sido el jefe de personal, en vida amante de mi mujer. Ése sí que tiene futuro en la empresa, decía la buena Sra. antes de acaecer los hechos de autos.

 

Aniceto Valverde Conesa

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