LAS AVENTURAS DE ‘EL GALGO’ Y ‘EL GATO’ (14)
AMOR Y VIOLENCIA
Sí, yo podía haber sido toda mi vida un romántico. Contaba mi madre que tenía yo apenas cinco años (precisamente en el tiempo en que me llevó a la barbería del tío Venancio y éste me hizo el ‘corte a la taza’) y me dejaron para salir ‘de matrimonios’ al cuidado de la hija de unos vecinos a la que apodaban ‘la Pirrina’, bueno pues a lo que se ve yo ya no quería jugar con nadie más… Porque, de qué sirve ser un romántico sin persona a la que amar, aunque sea de forma platónica. Y ahora era Begoña el objeto de mis sentimientos. Sí, aquella chica de pelo rizado y azabache como sus ojos, esbelta y culo respingón, me había cautivado. Y lo mejor de todo es que ella parecía corresponderme.
Unos días después de que yo le dijera aquello de que en Cartagena llamamos baladre a las adelfas, apareció a nuestra cita en el Instituto con regalos para todos: unos pendientes de pluma para la Luisa; una cajita con una ranura para meter el papel de fumar para ‘el Galgo’… Y doble ración para mí: una edición de los «Veinte poemas de amor y una canción desesperada» de Pablo Neruda y el disco «Juan Salvador Gaviota» de Neil Diamond. “Toma —dijo— para que tu madre no se queje tanto de tu música.” Imagínate yo no cabía en mí del gozo. Aquello era la señal definitiva. Me atreví a darle un beso que comenzó en la mejilla y acabó en su boca de anchos labios…
Debo decir que ella gestionaba una pequeña cantidad de dinero que procedía de la herencia de su madre, que había fallecido no hacía mucho tiempo y por ello su padre, para ahuyentar la melancolía, decidió que volvieran a vivir en el piso de Cartagena desde su última residencia en la ciudad de Murcia. Begoña miraba por él al igual que los domingos iba voluntaria al Hospital de Caridad a cuidar, en la medida de sus posibilidades, a los enfermos, a los que regalaba su ternura y consuelo. Era muy madura para su edad.
Todo fue gozo y alegría. Yo me quedé solo esperándola a que finalizaran las clases pues la Luisa y ‘el Galgo’ se marcharon seguramente a la plaza de España, que digo yo que aprovecharían él para fumarse unos canutos y ambos darse el lote. Esto ya apuntaba malos derroteros sobre todo para mi amigo. Pero iba a ser de momento sin pasar a mayores, sólo eso, pues ocurrieron algunas cosas más que hay que contar.
Todo seguía un curso -digamos- natural, aunque yo ya no fuera todas las mañanas a encontrarme con ‘el Galgo’ cuando terminaba su madrugadora jornada en la Lonja. Me dejaba caer por mi Instituto (el masculino pues en el régimen normal había separación por sexos, unas en uno y los chicos en el otro de los que había y hay en la ciudad); no así en el nocturno que era mixto, eso sí, dándomelas de tipo duro para lo que no tenía nada más que imitar siquiera vagamente, a mi amigo, aunque éste jamás hubiera llevado bajo el brazo un libro más que en los ya lejanos tiempos de la infancia…
Pero luego de un rato mis pasos me encaminaban hacia la ciudad nueva, con mis veinte poemas de amor y éste para con Begoña en mi corazón. Y caminaba alegre, pero preocupado porque el amor -como supe después- decía Lope de Vega que estar enamorado era amar el daño y beber veneno si menester lo fuese. O algo así.
Un día, antes de irme a los «Galaxia» o al «Andaluz» lo que había tomado casi como costumbre para el resto de la mañana, fui primero a la plaza de España a ver si estaba el Galgo por un cierto cargo de conciencia. Pero no estaba. Y sí, para mi desdicha el Satur y su banda bebiendo. Entre ellos se encontraba el tipejo que nos invitó a lo que fue mi primer porro, no supe nunca su nombre. Lo que sí que sabía era que me había indispuesto con el capo: siempre hay uno que es el más chulo, aunque a la postre peor acabe de la grey.
Yo me había sentado en uno de los poyetes que hay encima de las pequeñas fuentes de leones alados -de cuyas bocas entonces manaba agua potable- y apenas había vuelto a abrir mi libro cuando el Satur se acercó donde yo estaba y abrió una navaja que daba más miedo por oxidada que por su tamaño.
–Dame todo lo que tengas, tío listo —dijo poniéndome la navaja en el costado derecho.
Yo me metí la mano en el bolsillo y le dije: “Toma tengo cinco duros.” Él repicó: “Bah, vete a tomar por culo, maricón, yo sólo quiero divertirme.” Y se refería a que lo que buscaba era pelea: si yo le planto cara o llega a estar allí el Galgo podría haber ocurrido cualquier cosa. No sé cómo pude mantener la sangre fría. O quizás fue el miedo que me la congeló sabedor de eso, de lo que podía pasar. Y aun todavía hice un poco de tiempo antes de irme de la plaza de España a los «Galaxia» donde invité al Pixie y al Dixie, los gitanicos, a una partida, trucando el contador del billar ante un Vicente, el maestro, que dormía la mona en su silla de lona junto a una botella de coñac perruno que le llevaría a la muerte, unos pocos años después, justo cuando el Satur, drogado perdido, se lanzó al vacío desde un séptimo piso creyendo que podía volar como un pájaro o que, en realidad, lo era.
Por la noche vi a mis amigos Begoña, Luisa y el Galgo, pero no les conté nada de lo que me había pasado. Quien si que estaba en el patio del Instituto Nocturno era otro de la banda de el Satur (no el del primer porro, sino otro peor aún) que me lanzó una mirada desafiante como de haberse quedado con las ganas de que su jefe la hubiera endiñado a hostias conmigo. Luego supe que eran celos y trató también de provocarme en alguna ocasión. Pero yo había demostrado que los tenía bien puestos y que, no todo el mérito iba a ser mío, fue en ocasiones en las que estaba siempre en compañía de el Galgo sobre el que, para su mal, pesaba ya la fama de ser imbatible y que, aunque no hubiera sido mi amigo, sino sólo para mantener su liderazgo, le hubiera puesto a caldo, como se decía.
(Continuará)
Aniceto Valverde Conesa
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