La misteriosa desaparición del «Gallo» de Zinc emblema, en su día, de la zapatería de la calle del Duque.

(“El Gallo”, fotografía restaurada del autor que data de 1985)

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Extraviadas durante la Pandemia.  Hasta mañana.

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Uno más que tuvo que irse por el Puerto de Cartagena (España)

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HISTORIAS CLÍNICAS

 El Paciente Inglés

Ha ido, sin embargo, esa misma tarde, caminando por los pasillos de habitaciones numeradas y paredes blancas, protegidas por una banda de linóleo verde de los golpes de las camillas o las sillas de ruedas, atravesando puertas que se cierran automáticamente mediante un resorte que las hace volver a su sitio balanceándose un rato después de su paso, apartando a la gente que también va a visitar a sus familiares internados y al personal vestido con batas blancas o verdes y con el fonendoscopio colgado al cuello. Como todos los domingos por la mañana y algunas noches en que puede quedarse a cuidarlo, aunque hoy es martes y son las seis de la tarde y esta mañana, desde las once a las doce y media, ha estado con Victoria, una mujer que aun a pesar de su nombre había nacido como él, en una ciudad que había perdido todas las batallas y en la que, por tanto, como se llamará la historia que algún día Manuel escribirá, se titulará “Ya no quedan cuentos en Cartagena”.

Pero Victoria es hija de otra Victoria y nieta de la tía Margarita, y es pelirroja aunque tiene los ojos azules y un acento del exilio de su familia, latinoamericano, y el deje anglosajón de sus  palabras, sin embargo suaves y en cierto modo muy persuasivas aunque a él, Manuel, no hace falta que le insistan demasiado en algo y casi cualquiera es capaz de embarcarlo en la aventura más descabellada pues no sabe decir que no y mucho menos cuando se lo piden por favor y casi se ha sentido importante por el hecho de que aquella mujer que había venido de tan lejos recordara su existencia y necesitara algo de él, que se siente tan poca cosa y se tiene en poca estima a diferencia de la belleza incuestionable de Victoria. Saber de la historia de su ciudad natal y que le hubiera elegido a él, en su insignificancia de escritor local, para contarle algunos episodios.

En esos días, y hoy de manera excepcional por ella, le lleva a su padre algunas revistas (y no sus cuentos porque ya no los hay sino tristes). Espera encontrarlo en uno de esos momentos en los que de verdad es él mismo, como ha sido siempre, un hombre fuerte y con la mente despierta y ávida de conocimientos: él mismo retrasó su jubilación lo máximo que pudo y aun después ha seguido con sus trabajos de investigación, yendo cada día a la nueva Universidad, echando de menos su o sus viejas escuelas, cuando los demás le miraban ya casi como si vieran un espectro, pero con el respeto de los estudiantes y muchos compañeros como si lo consideraran una leyenda viviente, siempre dispuesto a entablar alguna discusión metodológica sobre la física y la mecánica a veces abundando en la cuántica con la caída de Newton. Un hombre sencillo, algo desaliñado, que nunca había olvidado sus orígenes y el hecho de que se padre, el cuarto de los diecisiete hijos que tuvo el capitán de Carabineros Torcuato Legaz, llamado a la sazón también Torcuato, a su jubilación del Cuerpo que Franco disolvió e integró en la Guardia Civil, había sido a su prematura y represaliada jubilación, el bedel, en la arcaica y rancia expresión, de la escuela entonces sita en la Alameda de San Antón, cuando él, su padre, el de él -Manuel Legaz- estudió en ella al mismo tiempo que trabajaba en los astilleros militares de la ciudad y luego iniciara su magisterio en ella algunos años después de acabada la guerra y cuya docencia se extendió hasta casi cincuenta años. Cuánto trabajo le costaba a él, Manuel, que le contara ya estas historias, era como el paciente inglés que no quiere revelar un pasado trágico por temor a provocarle una tristeza que él, Manuel ya sabe o conoce, entre otras cosas por las cintas de casete que había grabadas con los poemas del abuelo Torcuato Legaz, el carabinero, guardia civil y bedel o conserje.

Pero aun a pesar de esa dificultad el hombre de la cama, su padre, al que hoy encuentra mejor, no puede resistirse a contarle historias de la guerra y la posguerra porque la huella que deja la pobreza y la impotencia de ver sufrir a los que se quiere, a sus hermanos y sobre todo a su padre que tuvo que empeñar el único recuerdo, la única herencia del suyo, el bisabuelo Torcuato Legaz, un reloj y su leontina de oro, para comprar a su mujer en el estraperlo la penicilina necesaria para curarle una pulmonía ni cuando a uno lo han amamantado en los refugios antiaéreos de la calle Gisbert,  esa marca en el corazón no se borra nunca. Pero el que no ha vivido la guerra y la paz, la sombra y la luz, el amor y el desamor, ése no ha vivido. Ya no quedan cuentos en Cartagena.

 

Aniceto Valverde Conesa

 

 

 

 

HISTORIAS CLÍNICAS

El médico de la mirada de águila

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AUTOBÚS LÍNEA 18

Yo soy un tipo con relativa buena suerte. Quizás porque soy moderadamente optimista. Desgraciadamente, he tenido que subir muchas veces en los últimos tiempos al Hospital de Santa Lucía. Sí a ese edificio que parece una terminal aeroportuaria; a mi modesto saber leal y entender, claro. Y ello me ha permitido no sólo conocer a tipo y/o enfermos muy curiosos como Juan el ex-marinero tejedor de redes de pescadores precisamente en Santa Lucía. Nadie iba a visitarlo al pobre y, quizás por ello, hizo buenas migas con nosotros e incluso velaba por el bienestar de su compañero de habitación. O los peculiares ingleses uno de cuyos familiares y ante el calor reinante en su departamento, tenía la costumbre de sacarse el sillón articulado al pasillo de la planta y ponerse tan pancho a leer hasta que una tarde lo vimos correr arrastrando el susodicho asiento quejándose de que estaba roto. Más bien lo había desarticulado él mismo y fue reprendido por el fabuloso personal del hospital.

La verdad es que éstos, los hospitales, son como las estaciones, los mercados y la vida misma. Hay gente para todo. Pero si escribo estas líneas lo hago porque hace años que no conduzco -quizás ni a mí mismo- y viajo tan a gusto en mi “vagón de tercera”, que diría Antonio Machado y que uno ha interpretado siempre (y practica) no por la calidad del vehículo, sino por el hecho de ir acompañado de esa gente sencilla que bien va ganarse unos cuartos para atender un familiar al que  no puede o quiere; o sencillamente a quienes necesitan asistencia y no pueden pagar un taxi.

Lo conocí la tarde de la gran manifestación por la muerte del Mar Menor, o sea el 30 de octubre del pasado año, a la que tanto hubiera deseado acudir. El autobús era gratis. Bajábamos él y yo solos del aeropuerto. El conducía el autobús y yo era su único pasajero. No sé, ni aunque lo supiera revelaría jamás su nombre ni publicaría la foto de recuerdo que nos hicimos.

No sé cómo la conversación derivó de mi querido y malogrado Mar Menor a la crisis de valores, ya no sólo existencial, del mundo de hoy en día, incluyendo la adicción de la juventud a las apuestas, a la tecnología y al universo caótico en el que vivimos inmersos… Yo le transmití mi opinión y temor de esto se pareciera cada vez más a los años veinte y treinta del siglo pasado y que condujeron al ascenso del fascismo en toda Europa por miedo a la libertad. Porque la carencia de la valores u objetivos claros en la vida llevan al hombre a abdicar de su cualidad esencial. Fue por todo ello que le recomendé uno de los que han sido mis libros de cabecera en mi vida. Precisamente «El miedo a la libertad» del psico-sociólogo freudiano Erich Fromm. Un libro que, naturalmente, explicaba mucho mejor que yo el nacimiento y posterior auge del nazismo en la llamada Alemania de entreguerras. Lo presté y nunca me fue devuelto en dos ocasiones en mi vida. Pero me comprometí a llevarle al menos una reseña de la Wikipedia. Tuve que conformarme con entregársela a otro compañero tan amable como él para que se la entregara. Pero volví a dar otro viaje más con él, no importa si de subida al alba o bajada a la caída de la tarde, el caso es que me dijo que había comprado el libro y le había gustado mucho.

Si escribo estas líneas es en su homenaje y para que no se me olvide nunca que existen autobuseros ilustrados como en todas las profesiones por humildes que éstas sean. (Como a mi también me lo enseñó mi padre. Que su memoria viva en nosotros siempre)

 

Aniceto Valverde

 

 

 

 

 

El lobo ibérico

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Para Ana y Juanma.

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