LAS AVENTURAS DE ‘EL GALGO’ Y ‘EL GATO’ (10)
LAS QUINIELAS-1: LOS TRES MOTIVOS
Había llegado el lunes y tenía que hacer de nuevo el paripé de todas las semanas como si fuera a coger el camino de la escuela en la que yo creo, con fundamento, que ya ni se acordaban de mí. Había dos diferencias que me facilitaban el escaqueo, así como un ‘motivo poderoso’ para no ir; algo mucho ‘más potente’ que el ‘haraganeo habitual’ que me invadía por aquel entonces.
‘El Galgo’ había pasado la noche en mi casa con la cabeza cosida de grapas en la buena herida que se había hecho contra el suelo de la plaza de los Héroes de Cavite practicando lo que él llamaba ‘el salto mortal’. Y tanto, como que casi se deja los sesos estampados del golpe. Y luego estaba el inusual hecho de que mi padre no hubiera ido al trabajo, sino que se había ido, con su ropa de los domingos, a la Peña Taurina donde sólo se hablaba de fútbol.
Era lunes y aunque tenía todas las facilidades del mundo para escapar, yo había sentido la zozobra de un náufrago perdido en el mar de dudas que me asaltaban sobre una chica: Begoña. Mi vida había sido tranquila en este sentido hasta aquel entonces y ahora se veía perturbada por aquella inquietud, aquella ansiedad. Qué dispuesta y qué bien actuó en el accidente de el Galgo, casi como si hubiera sido una enfermerita…
Era lunes y en la Peña Taurina “El Astado” estaban desde primera hora de la mañana -tras una noche también de farra- preparando una fiesta por todo lo alto: habían acertado en todos los pronósticos de la Quiniela.
El maestro billarista don José, también ilustre miembro de la Peña, se encargaba todas las semanas de sellar el boleto de la Quiniela y los lunes de rendir cuentas del resultado de las apuestas. Con qué más razón que esta vez para haber estado allí ya. Pero pasaba el día y el bueno de don José no aparecía. Habían llamado también a los billares “Marfil” y por allí tampoco lo habían visto y si eso era así era porque no había estado.
A todo esto alguien cayó en la cuenta de que sólo sabían de él el nombre de pila. Tampoco sabía nadie dónde vivía. No tenía o se había perdido, de tan antigua, su ficha de miembro… Podía haberle ocurrido cualquier cosa. Pero la zozobra y la sospecha de que se hubiera fugado con la quiniela premiada cundieron entre la mayoría de los miembros de la Peña; entre ellos mi padre, que -a mayor abundamiento- ya había comprado un matasuegras estridente para soplárselo en la cara a su jefe y algunas toneladas de confeti…
Era lunes y conseguí que un pariente suyo, asentador de frutas y hortalizas de la Lonja y el que le buscó el trabajo en ella a el Galgo, le acogiera al menos una semana mientras mejoraba de la herida que, por descontado, le impedía trabajar ya que no podía ni debía hacer esfuerzos físicos algunos.
Era lunes y yo sólo tenía de verdad una sola cosa en la cabeza: ¿Cómo hacerme el encontradizo con Begoña? Y si acaso lo consiguiera ¿sentiría ella también la misma alegría que yo? Porque, como he podido comprobar en mi vida, no nos engañemos: son ellas las que nos eligen a nosotros.
Aniceto Valverde Conesa
(Nota para el posible lector interesado: Contiuará la semana que viene. Salgo en breve de viajepor motivos familiares gratos. Gracias.)
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