LAS AVENTURAS DE ‘EL GALGO’ Y ‘EL GATO’ (16)
UNA FELIZ NAVIDAD
Jo, macho, no quiero ni contarte la Navidad que pasamos armados con las treinta mil pesetas que nos habían caído del cielo al tocar uno de esos premios de pedrea -a duro por peseta en nuestro caso-, que se jugaba al número de las papeletas dos de cuyos talonarios habían sido entregados a la Luisa y a Begoña, respectivamente, por una compañera del tercero del Instituto y que eran en realidad para sacar algún dinerillo de ayuda para el viaje de estudios que tenían previsto hacer. Ellas, nuestras novias, se habían olvidado completamente del encargo y no habían vendido ni una sola de aquellas participaciones. Empero, pagamos el ‘nominal’ y fuimos cobrando poco a poco el premio.
A ninguno se nos ocurrió reinvertir parte de aquella extraordinaria cantidad en la Lotería del Niño, y ello a la postre trajo sus consecuencias…
Recorríamos la ciudad de cabo a rabo, eufóricos; invitábamos a los amigos a cualquier cosa…
El inicio de la crónica de una Navidad opulenta yo la sitúo precisamente en pasada la Nochebuena y el propio día de Navidad (que pasamos conforme a la tradición en familia); es decir el día 26 de diciembre. El Galgo y yo ya habíamos ido a cobrar -siempre de uno en uno- unas cuantas papeletas el día 23 para que las chicas no dieran el cante, que nadie podía demostrar nada, pero era mejor ser cautelosos, andarse con pies de plomo… Pero no habíamos recabado aún ni una pequeña parte de lo que ‘nos’ había tocado. Aún así mi amigo ya me esperaba en la plaza de España con el costo (hachís) que había pillado mientras yo estaba en mi parte de la gestión de cobro. No me hizo mucha gracia (aunque debo repetir que no se gastó del dinero ni una peseta más en aquella porquería), pero me fumé un canuto con él, bueno, yo apenas le di unas caladas. Sea como fuere nos fuimos a tomar unas cañas al Centro, sobre todo al Bar Sol como dos reyes, viendo desde sus ventanales pasar a la gente alegre de compras por la ciudad. Escuchando los reclamos de la Tómbola que estaba en la Glorieta de San Francisco. Y luego, sobre la una, nos encaminamos al Ensanche, donde habíamos quedado con la Luisa y Begoña para comer en el Andaluz. Ésta era la rutina básica que seguíamos todas las mañanas de aquella gloriosa Navidad. Había, no obstante, algunas variantes. Por ejemplo, no fue una sola vez la que volvimos a los billares Marfil, pero a jugar en una de las mesas grandes, la de los maestros, la de don José, aquel elemento que se había fugado con el premio de la Quiniela… Ya sabes. En este caso los prófugos éramos nosotros. La vida da muchas vueltas. También alguna mañana, la de los festivos, nos íbamos al Arlequín. Un día el Galgo y yo nos bebimos doce Voll-Damm´s, que yo a la cerveza sí que le tiraba. Y luego, casi como si nada (y quien haya probado esa marca sabe de lo que hablo), nos fuimos a comer con las chicas. Por cierto, que en aquel bar que tanta solera tuvo, había tertulia literaria los sábados por la mañana. Yo llevaba bajo el brazo, como siempre, los «Veinte poemas de amor y una canción desesperada» que me había regalado mi adorada Begoña para disimular (que vaya disimulo más tonto) entre aquella pléyade del realismo social de la ciudad en el ambiente neblinoso del tabaco y las notas del jazz más clásico del momento, que posiblemente habría sonado hacia el mes de noviembre, primero en la calle, en la propia Glorieta, y poco después en el Festival Internacional de Jazz de Cartagena.
(Continuará)
Aniceto Valverde Conesa
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