LA LEYENDA DEL FARO
NÁUFRAGO EN TIERRA
Hubo un tiempo en el que se creía que San Telmo, en forma de luz fosforescente sobre la Mar, se aparecía a los marineros para advertirles de la proximidad de la tormenta. O que llevar una mujer a bordo traía mala suerte. Era, como te digo, los tiempos en que los espíritus habitaban en el Mar, y este mismo era considerado una persona o un dios. Las olas recorrían una noche sin tiempo, y los navíos que surcaban las aguas sin tener en cuenta los erráticos deseos de la Mar, podían perderse para siempre en esa noche sin fin. Fue en esa época en la que tuvo que ocurrir esta historia. A mí me la contó un viejo pescador, sobre el cantil del muelle, tejiendo sus redes entre el olor a brea.
Vivía una familia en Cabo Palos, en las cuevas de La Barra. Miguel salía todas las noches a pescar en su pequeño bote de vela latina. Daniel, su único hijo, esperaba su regreso todas las mañanas sentado en el promontorio del cabo. Daniel contaba así el paso del tiempo.
Una de aquellas noches el Mar estaba terriblemente enfadado, y bramaba. Levantó una tempestad tan grande como su disgusto con los hombres. Eran ya entonces corrientes las discusiones entre la Mar y los humanos; los humanos que se creen poderosos. El viento de Levante, uno de los brazos de la Mar, alzaba olas como montañas a la altura de Las Hormigas. La pequeña pesquera de Miguel se fue a pique. Y él se ahogó.
El pequeño Daniel, a la mañana siguiente, preguntó a su madre cuándo volvería Miguel. Sara, que así se llamaba la madre, contestó: “Tu padre se ha marchado a un viaje muy largo. Volverá con la ola que haga un millón de veces un millón”.
Daniel se fue al extremo, al promontorio más sobresaliente del Cabo, y sobre el farallón empezó a contar las olas, una por una.
Llevaba ya algunos miles contados cuando la Tierra tuvo pena de él. Hacía frío por las noches; apenas comía, y su vista se iba cansando, noche tras noche, intentando vislumbrar en la oscuridad cada ola para contarla. La Tierra le pidió al Mar que devolviera de sus entrañas a Miguel. Pero el Mar estaba todavía enfadado con los hombres y se negó rotundamente a lo que la Tierra le pedía.
La Tierra seguía teniendo pena de aquel niño; llevaba ya tantas y tantas olas contadas que pronto se hubiera quedado sin números. Hacía mucho frío por las noches, apenas veía, y la resaca, ese vaivén de las olas, a veces le hacía perder la cuenta. La Tierra, apenada de Daniel, aquel muchacho cuyo padre pescador se ahogó en Las Hormigas, le hizo de piedra y luz para siempre.
Aniceto Valverde Conesa
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