CIRUGÍA
Para Mabel
Todos los años el mundo se acaba dos veces. Una vez es la natural, digamos, que acaece en diciembre con la ingesta de la última de las doce uvas. La otra sucede en estas fechas con los albores del verano (o veraneo, propiamente dicho del éxodo a la segunda residencia donde ha lugar o de viaje quien pudiere). En cualquier caso, la consecuencia es la de que el mundo se acaba y ello implica que tenemos que tener finalizadas todas nuestras tareas, las nuestras y las que han de realizarse por nuestro encargo y presumible beneficio. Antes del parón vacacional hemos de presentarnos ante el Altísimo con los deberes hechos y, a ser posible, la muda limpia. La adrenalina corre a chorro por nuestras venas…
Este año, temiéndome la que se me venía encima antes del veraneo, me fui el sábado pasado a primera hora al Mercado de Abastos de Santa Florentina de Cartagena armado con la cámara fotográfica para registrar el eco de la sonrisa de Dios manifestado en sus criaturas animales y vegetales, por si no pudiera sentirlas en demasiado tiempo; sí, demasiado tiempo, ya lo hacía que no me dejaba caer por allí.
Pensaba en esto y traía a mi memoria las fotografías que había hecho mientras observaba desde una especie de platea que el personal había habilitado y sé que es difícil creer que se admitan observadores ni aun médicos en operaciones complejas, pero allí poco más abajo estaba mi íntimo amigo desde la infancia y prestigioso cirujano, Paco Varela, operando a vida o muerte a mi esposa, mi amor de más de treinta años. Él lo sabía como no era ajeno a mi probado temple derivado de las fotografías de los vegetales y el pescado fresco de la misma forma que Dios había puesto en sus manos la habilidad de cortar y coser el cuerpo del paciente sin dejar escapar su vida. O Estefanía, mi amada, había cultivado durante años un eco-huerto para sentir esa otra caricia de Dios, que ahora le ayudaba junto a Paco en ese trance de su vida.
Paco era habilísimo con las agujas, apenas se percibía el vaivén, sino que parecía el movimiento de una genuina máquina de coser. Y así siguió en un total de casi cinco horas. Mandó apagar las potentes luces sobre la camilla mientras me enviaba el saludo del dedo pulgar en alto en señal de victoria. Vi que, a pesar de sus años de experiencia, se le escapaba una lágrima y yo sí que no pude dejar de romper a llorar mientras los MIRs me daban palmadas en la espalda. Dios estaba entonces en sus manos que imitarían en algún momento a las de mi amigo Paco Varela, puesto que la Medicina es un don que se hereda de los dioses desde tiempo inmemorial. Ahí tenéis a Sinuhé el Egipcio a quien ni el dulce vino ni la adormidera lograban aplacar el sentimiento de tristeza seguramente como dolorosa compensación exigida por las deidades a cambio de la divina facultad aun de sanar las almas.
Aniceto Valverde
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