LAS AVENTURAS DE ‘EL GALGO’ Y ‘EL GATO’ (13)

UNA NUEVA ‘GALAXIA’

Ya te he contado que el epicentro de nuestras operaciones pasó de ser el Centro histórico de la ciudad a su ‘Ensanche’ en una de cuyas zonas, la más cercana a la plaza de España en dirección al Nordeste, pues por ahí estaban las casas de Luisa y Begoña, así como el Instituto Nacional donde ambas estaban matriculadas en el Nocturno. Éramos aún unos críos, peo podía considerarse que ambas eran nuestra novias… Ah, y lo mal que me sentó a mí el primer porro al que nos invitó aquel golfante a ambos, ‘el Galgo’ y a mí mismo.

 

Lo malo de esto último estaba en que luego vinieron otros y otros más. Y si al principio me sentaban mal, al principio de fumarlos -digamos- en general y de inhalar el humo de un, en concreto, primero de la tarde, lo cierto que me daba todo una risa que me descojonaba. Pero pasado un breve tiempo lo que cogía era la paranoia de que nos iba a pillar la Policía (la Pasma) y me quería esconder de todo y otra también frecuente relativa a que Begoña jamás iba a ser para mí y etc. Así que yo, a diferencia de el Galgo -que podía con todo- y de un cada vez mayor número de zagales que no paraban de fumar, yo apenas daba unas caladas a algún canuto que me pasaran y ya estaba listo y bien, cosa que, a la postre, resultó un enorme beneficio para mí.

Esto ocurría incluso en el patio del Instituto donde todas las tardes-noches íbamos a vernos con las chicas a la hora del recreo y, a veces, algún rato más correspondiente a alguna clase que se hubiera suspendido, cosa frecuente, o simplemente ellas la descartaran del menú educativo del día. También había días en los que tomábamos una cerveza en su Cantina. Había mucha gente por allí viviendo como nosotros. Desgraciadamente también había con cierta frecuencia peleas y el trapicheo necesario para abastecernos de la droga que, más desgraciadamente aún, fue subiendo de grados.

—¿Cuántos se ha fumado hoy? —me preguntaba la Luisa.

—Pues los dos o tres de siempre.

Y era verdad el Galgo, aun dentro de su costumbre, no era de los que se pasaban (al menos por aquel entonces) todo el día colocao.

Luego esperábamos a que terminaran las clases para, como caballeros, acompañarlas a casa, cuyo camino pasaba por delante del pequeño local recreativo, donde había dos también pequeñas mesas de billar, que se llamaba «Galaxia» y que normalmente a esa hora ya había echado la persiana,  y el mesón «Andaluz», donde, si las chicas tenían tiempo, caía otra cervecita.

 

La rutina de los fines de semana comenzaba en esos locales. O sea que primero quedábamos los chavales, no ya sólo el Galgo y yo, sino que se nos arrimó medio barrio, en los «Galaxia» y echábamos unas partidillas al billar, al ping-pong y las máquinas de bolas. Allí también había un maestro. Pero era un hombre avejentado y alcohólico que se llamaba Vicente que, por supuesto, no jugaba a nada, sino que su misión era la de vigilar a la golfería de la clientela sin ningún éxito pues trucábamos todo para nada más que pagar la primera partida y seguir jugando todo el tiempo que nos apeteciera o restara para encontrarnos con las chicas ya en el bar «Andaluz» tomar un café y marchar en su compañía camino del centro de la ciudad a las tascas como la «Carreta» a beber vino de pasas y, en ocasiones (ya te contaré con más detalle) a algún pub como el «Wai-kiki» o la discoteca «Acapulco».

Pero recuerdo que en los «Galaxia» había una gramola en la que yo ponía una y otra vez la canción de Bonnie Tyler “It’s a heartache” ( “Es un corazón roto [dolido]”), y es que he sido siempre un romántico.

También eran muchas las veces en que acertaban a pasar por allí dos hermanos gitanicos que no tenían aspecto de tener más de diez u once años. El Pixie y el Dixie, menuda gracia verlos intentar hacerse carambolas cuando sus bracicos apenas llegaban a la mesa. Y, por otro lado, la pena de saber que su destino era más carne para el cañón.

Aquella parte de la ciudad comprendía también el campo de “Los Juncos” donde se ponía el cine de verano. Le dije en una ocasión a Begoña (recuerda que ella venía de Murcia)

—Por estos alrededores en esa época del año, huele a jazmín y baladre, que es como siempre he oído en Cartagena llamar a las adelfas. Te llevaré al cine cuando quieras y llenaré tu pelo de flores de jazmín. Te quiero.

 

(Continuará)

 

Aniceto Valverde Conesa

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