LAS HISTORIAS DE ‘EL GALGO’ y ‘EL GATO’ (3)
CUANDO CREES QUE LA CALLE ES TU ESCUELA
Unos retazos ‘geográficos’ más de la trama de estas Aventuras previo a continuar con su acción. El rincón de ‘el Galgo’.
Fue a recoger al ‘Galgo’ la tarde del martes siguiente a aquel lunes en que le vendieron al anticuario de las hoy llamadas Puertas de la Serreta (antes y en aquella época del General López Pinto) la chatarra que habían cogido de una obra y muchos años después de que el tío Venancio le hiciera al Félix el famoso pelao a la taza en la Barbería colindante. Todos los días lo hacía y siempre había una aventura que vivir. Aunque luego se dieran cuenta de que la calle no es la mejor universidad de la vida. Siempre igual de temprano por las tardes y también en las mañanas de los fines de semana y de los días de fiesta. En realidad a él y a ‘el Galgo’ no se les iba a caer el techo de sus ‘habitáculos’ sobre la cabeza: éste había dejado de estudiar hacía cierto tiempo y él simplemente no portaba por las clases. Comía en su casa y enseguida se encerraba en su cuarto esperando que llegara la hora de irse. Ponía un disco en el picú, como decía su padre al tocadiscos, y esperaba a que la música se convirtiera en ese carraspeo que producía la aguja al llegar al final del long play. Ésa era la señal. Luego oía la voz de su madre -sabedora de la inminente escapada de su vástago- decir: “Estás muy equivocado si crees que esto es una pensión…Y encima el chimpúm chimpún ese de la música horrorosa que te gusta. No puedo soportarlo. Un día cuando vuelvas habré tirado todos los discos a la basura”. Él cerraba la puerta de la casa tras de sí.
Rafa Cánovas, ‘el Galgo’, vivía en un almacén a unos cientos de metros de distancia de la Lonja (de dónde se ubicaba hace ya muchos años), en el vértice que forman las calles de la Serreta y de San Vicente, enfrente del Parque de Artillería, hoy Museo Militar, ubicado éste dicho con mayor precisión, en la plaza de las Puertas de la Serreta. No olía muy bien aquel sitio; algunas veces la mercancía, las patatas que se guardaban allí y cuyos sacos ‘el Galgo’ ayudaba a cargar después de pesar en la enorme balanza que había a la entrada del galpón, se echaban a perder y desprendían un olor nauseabundo. Al fondo, a la izquierda según se entraba, estaba ese habitáculo en donde vivía, apenas separado por un tabique de madera del resto del almacén de patatas. Él, Félix, nunca llegó a saber si el dueño de aquel lugar era o no el padre de su amigo. Es posible que ni el propio ‘Galgo’ lo supiera a ciencia cierta. Pero a él no le importaba en modo alguno y al menos tenía un sitio independiente para vivir y la libertad de que nadie se preocupara por lo que hacía o dejaba de hacer. Bueno, es mucho decir que ‘el Galgo’ viviera en aquel lugar. La calle era su medio natural. Sólo trabajaba y dormía allí, cuando dormía. El resto del tiempo lo pasaba entre los billares y los garitos de cerca del puerto. Aquella tarde no iba a ser una excepción. En el almacén no había nadie según comprobó después de golpear insistentemente la puerta. Así que tomó el camino de los billares ‘Marfil’ donde tenía la seguridad de que lo iba a encontrar.
Aniceto Valverde Conesa
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