SLOWMAN RUNNER y 6

LA CARTA DE DESPEDIDA

No había pasado ni un mes desde que me encontrara a Luis Santos, que ahora era Josef Marlom, tomando una cerveza en el Bar Sol como si no hubieran pasado los años. A él le trajo la nostalgia y la remota posibilidad de encontrar aquí a una mujer que había conocido en Casablanca cuando ella, llamada Irina Maniker, acompañaba al siniestro traficante Nasser Alkasser. Su barco, el Slowman Runner, había servido para transportar un cargamento de armas a un pequeño país del sur de África. Pero Luis, Luichi para los amigos, no había entregado el cargamento a quien le habían encargado, burlando a Nasser. Las armas nunca arreglan nada, me dijo amargamente en la habitación del Hotel Peninsular, donde me citaba clandestinamente para relatarme esta historia. Y agregó que los que él creía que iban a liberar aquel país, luego de hacerse con el poder, se habían vuelto igual de despiadados que el tirano derrocado.

Recibí una carta sin remite pero que debía venir de alguna parte al otro lado de la frontera. La firmaba Luichi y me escribía para contarme la muerte accidental de Nasser al caer a las vías mientras forcejeaban en aquel expreso al que subió en marcha en la estación de Cartagena intentando escapar de su perseguidor. Antes de caer Nasser disparó su revólver y la bala alcanzó a mi amigo en el hombro. Nada serio: pudo recuperarse de la herida en apenas unos días. Me escribía también para decirme que su presencia en la ciudad ya no tenía sentido: había perdido la esperanza de encontrar a Irina, aunque tal vez siguiera buscándola. Después de salvar la vida de milagro, consiguió llegar a Alicante, y allí volvió a embarcarse en un carguero que recalaría en Calais. Me pedía que recogiera sus cosas del Peninsular y se las enviase cuando pudiera a una dirección de Marsella “de un buen amigo como tú”, decía, “al que algún día volveré a ver, como a ti.” Pero ni él mismo sabía cuál era su destino ni cuándo podría recuperar sus pertenencias: algunos útiles de afeitar y aseo personal; la chaqueta de lino blanco, partituras de saxo y algunas biografía de personajes históricos y los Momentos estelares de la Humanidad de Stefan Zweig. También había unos cedés con algunas piezas clásicas y otros de los músicos que siempre nos gustaron (recuerdo que la primera vez que me habló del Slowman Runner yo enseguida lo asocié con Eric Clapton, a quien llaman el Slowhand).

 

Era domingo y la gente pululaba por el  Rastro de El Lago. Mientras recogía sus cosas me senté a echar un último vistazo a la habitación. Y como si ya hubiera conocido de antemano el final de la historia que mi amigo no había terminado de contarme, sonaron unos golpes en la puerta y yo dije “pase” porque sabía que era ella, Irina Maniker, la que tendría que venir. “¿Dónde está?”, me preguntó. “Has llegado muy tarde”, le contesté. Y le entregué la carta que Luichi me había escrito. Se marchó tan fugazmente como había aparecido, dejando tras de sí la estela invisible de quien no pertenece a este mundo, sino al de la imaginación y los sueños.

FIN

 

Aniceto Valverde Conesa

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