REMOS Y BERBERECHOS ISLA DEL BARÓN

Dedicado a Francisco José F.

Una pequeña excursión a la Isla del Barón (o Isla Mayor del Mar Menor, Cartagena) en otros tiempos de aguas limpias y jugosos berberechos.

Había un viejo que fue pescador y antes titiriteo y funambulista de circo, profesión que tuvo que abandonar por una lesión, la que, por más que quiso intentarlo también le impidió llevar a cabo las faenas de la mar: no llegó a ser más allá de cocinero en un pesquero durante un breve espacio de tiempo puesto que sufría vértigos o mareos que le impedían mantener la verticalidad.

Mario se llamaba, creo recordar, y, para quitarse el o los anhelos de su vida profesional, allí, en Los Urrutias, alquilaba patinetes para niños, otras pequeñas embarcaciones igualmente de plástico y, por fin, tenía un bote de madera también a remo que lo debió de ser de salvavidas de una pesquera ya de mayor calado del Mar Mayor, o sea, el Mediterráneo. Este bote se encontraba amurado al final del embarcadero o pantalán a cuya vera se sentaba el viejo Mario con sus juguetes para sacarse unos duros.

“Buena mar la de hoy, buenos días, Mario”, dijo Miguel que, la verdad es que -y lo digo con gusto sobre todo ahora que han pasado tantos años- es que había que hacer siempre lo que él quería y yo, como soy así y como yendo con él contaba con todos los permisos paternos pertinentes, pues hala a correr mundo o la mar.

Dijo de nuevo Miguel, pero esta vez dirigiéndose a mí: “Hoy hay una encalmada total”. Y, efectivamente, el Mar Menor parecía un espejo y no había visos de que se levantara viento alguno de que lo alterase. Pero la mar es caprichosa como una mujer (como un hombre también).

– Hoy echamos el día completo en la Mayor (se refería a la Isla del Barón a aproximadamente dos millas náuticas de la ribera)… Mario, nos llevamos la Trinquetera toda la jornada. Ahí tienes tus diez duros (cincuenta pesetas de 1975)”. Y le lanzó la moneda que el viejo cogió al vuelo: no era frecuente alquilar ese bote de madera a diferencia de los patitos, salvavidas de plástico y patinetes semirrígidos.

Yo ya estaba al final del embarcadero y de un pequeño salto me metí en la barquichuela y ya estaba poniendo los remos en los escálamos mientras Miguel empujaba con fuerza el bote, ligeramente encallado, hacia adentro de la mar.

La ida hacia la Isla del barón discurrió con toda normalidad. Incluso hice yo turnos más largos de remo. Y digo remo con toda propiedad puesto que no cualquiera es capaz de propulsar la barca al tiempo que la gobierna o marca su rumbo. Carecía de timón y sólo remando más de un costado que de otro, se conseguía guiarla por el itinerario deseado.

No tardamos mucho en alcanzar nuestro destino, un par de horas quizás o poco más. Qué playa, que arena más fina: que orilla tan repleta de berberechos y moluscos. Vaya tripotera que nos dimos de esos -en aquel entonces- limpios y enormes berberechos que había en la ribera de la Isla del Barón…

Nos tumbamos a la vera de la barca por la amura que daba una sombra escasa, y dormimos la siesta a pata suelta y achicharrados por el sol…

“Es hora de volver”, dijo Miguel. Y yo me di cuenta de que se nos había pasado el arroz ligeramente.

Como a la ida, yo hice el primer turno de remo en el que me empleé con todas mis fuerzas por la demora y la ligera e inesperada brisa de lebeche que nos venía en contra… Los remos me pesaban cada vez más en los brazos y la espalda se me iba a rajar y partir en dos del sol y la hinchazón de los dorsales; no me extraña que enseguida aprendiera a nadar estilo mariposa

Íbamos como a mitad del camino de vuelta. Miguel dijo:

“Anda, trae para acá”, queriendo decir que le dejara los remos. Tan evidente era mi cansancio que no dudé un segundo en cederle el gobierno y la carga y en tumbarme hecho un ovillo en la zona de proa de la bañera del esquife encima de los cabos de labor y donde más sombra había. Miguel se reía, se reía de mí diciendo: “Vaya marinero que estás tu hecho. Si no queda nada para tocar tierra.” Pero yo asomaba de cando en cuando la cabeza por la borda y la veía cada vez más lejos. Tanto que pensaba que no llegaríamos a tiempo para el pase del cine de verano en el que aquel día ponían una de piratas.

 

Aniceto Valverde Conesa

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