EL MENSAJE DEL ROMANO

Las inscripciones funerarias suponen la mayor parte de la epigrafía que nos ha quedado de la época romana en Carthago-Nova…

Esa costumbre de establecer comunicación entre los vivos y los muertos a través de las inscripciones en piedra es bien conocida y de ella hay una nutrida muestra en el Museo Arqueológico ‘Enrique Escudero’ de la también llamada Ciudad Portuaria, que se asienta sobre una necrópolis un poco más tardía (aproximadamente el siglo IV d.C.). Las más de las veces eran deseos de los que se quedaban en este mundo hacía los que se habían marchado, como el generalizado “sit tibi terra levis” (que la tierra te sea leve). Pero en otras ocasiones es el difunto el que saluda (“salve”, hola) o se despide con alguna frase de sus seres queridos (“vale”, algo así como decir: adiós y que os vaya bien). A veces el mensaje es un dibujo grabado en la piedra como ese del labrador que parece querer seguir haciendo su trabajo en el Más Allá, como el que aparece en la ilustración y que se encuentra en el antes citado Museo Arqueológico de la ciudad.

Un cierto sentido de la trascendencia de la vida debe ser la semilla que anida en el origen de esta comunicación entre esas distintas esferas o planos en los que habitan los unos y los que ya dejaron de estar pero no de ser. No pocas manifestaciones artísticas tienen su origen en esa transmisión, desde la arquitectura funeraria hasta algunas obras literarias de la que una de las pioneras pudo ser ‘Cien años de soledad’, de García Márquez, o la película ‘Los Otros’ de Alejandro Amenábar.

Ya en aquellos tiempos los enterramientos se hacían fuera de las ciudades y a veces -que es lo que nos viene a cuento para elaborar esta historia- cerca de los caminos. Es en estos casos en los que el difunto dedica algún mensaje a los viajeros, algo así como aquel “perdone usted señora que no me levante” que figura en la lápida de Groucho Marx.

Ya me dijo una arqueóloga que las cosas no son tanto así de románticas. Pero bueno, aquí sobre el papel podemos permitirnos el lujo de adornar la historia dotándola de lo que Antonio Muñoz Molina llama la ‘realidad de la ficción’, de lo que no es verdad pero bien pudiera serlo, y ver perfectamente a una cuadrilla de intrépidos trabajadores y arqueólogos, como la de Howard Carter al descubrir la tumba de Tutankamon.

Como también puede ser que estuvieran trabajando a la vera de la Via Augusta, aquella que unía Cartago-Nova con Roma pasando por Tarraco, en donde según nos cuenta Juan Soler Cantó, antes de la Puerta del Este o Puerta de Tierra que daba acceso por el estero a la ciudad, existió la llamada ‘hilada’ o fila de monumentos funerarios a lo largo de esa calzada y de los que sólo nos quedan la Torre Ciega y las lápidas del Museo. Pues bien, nuestra cuadrilla iría encabezada por ese arqueólogo que al apartar unos matorrales y al limpiar con la brocha el polvo que la cubría descubriría una inscripción en la piedra que esconde las cenizas del algún noble ciudadano de Cartago-Nova. En ella pone: “Hic situs est qui amabit per aeternitatum. Vale”, o sea, “el que aquí yace amará durante toda la eternidad. Que os vaya bien”.

 

Y a partir de ahí iríamos atrás en la máquina del tiempo para conocer la vida de aquel personaje y saber por qué hizo grabar esa leyenda. “Vale”.

 

Aniceto Valverde Conesa

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