AMOCAR
UN, DOS, TRES, PALICO INGLÉS…
…Sin mover las manos ni los pies -dijo la niña que estaba de espaldas al grupo apoyando la cabeza en la pared o casi muro de cerramiento, de una barraca deshabitada mediando su antebrazo derecho para no hacerse daño en la frente.
Ajá -dijo Begoña- te he pillado, Juanico, dándole un bocado a tu bocadillo. Bah -respondió ofendido el aludido- eso no es moverse. “¿Cómo que no?”, la Bego tenía su carácter y lo peor: influenciaba mucho a los demás que, sin dudarlo, estuvieron de acuerdo con ella, aunque estuviera ‘amocando’ o precisamente por eso (nota: ‘amocar’ es un término de origen gallego y uso en Cartagena de España).
Y Juan tuvo que ponerse en el último, la peor posición pues el juego terminaba cuando todos tocaban la pared sin que el que amocaba los pillase: el último en hacerlo pasaba a esa posición de ‘denunciante’. Así que allí tuvo que ponerse no sin previamente maldecir su suerte. “Pero que conste que no estoy muerto, que no me mataste esta tarde cuando jugábamos a ‘policías y ladrones’ (nota dos: se habla de ladrones, no de cualquier delincuente, aunque es cierto que en algunos otros lugares de dice ‘cacos’; nos quedamos con ladrones pues, en definitiva, en el juego se sabía quiénes eran unos y otros, como en la vida misma).
Si para el palico inglés eran estupendas las terrazas de las barracas no ocupadas en ese momento o abandonadas y que penetraban en la mar, los callejones que había entre ellas las barracas- y sonaban a hueco, venían de perlas para ese juego de policías y ladrones o el simple escondite. Algunos aprendieron la lección: “Por mí y por mis compañeros, pero por mí primero”.
Otra diversión favorita del grupo era jugar al futbolín que había en el -digamos- barracón abierto de la Sra. Paca donde vendía también refrescos, chicles y caramelos, y cervezas, claro. Con cinco duros se podían pasar la tarde entera jugando y tomarte un helado barato. Había dos trucos. El más sencillo era hacer un boquete a la salida de las bolas. Más complicado, pero efectivo, era poner un palo de polo (helado) que trababa el tirador del que inicialmente se tiraba hacia afuera para sacarlas impidiendo su retroceso bloqueante. De una manera u otra, siempre volvían a salir las bolas y seguían jugando ante el estupor de una Sra. Paca bajo su caseta de techo de uralita (sí entonces desgraciadamente su uso era muy común) aturdida por el calor y algún traguico.
No había sexismo, jugábamos niños y niñas juntos. No de otra forma hubiéramos jugado también al juego de la botella. Se la hacía girar y al o a la que apuntase su gollete tenía que darle un beso al personaje de su elección.
Este mundo se interrumpió momentáneamente cuando apareció un ‘pijoaparte’ que ya fumaba, se tomaba algún quintillo de cerveza y, sobre todo, lucía una camisa todo estampada de logotipos de neumáticos o coches de fórmula uno, marcas de tabaco y ron. Todas parecieron volverse locas o tontas y ya no tenían ojos sino para él, el Santi, que se llamaba. Cómo jode esto.
Pero, la voz nos empezó a cambiar, el vello a crecer en la cara y en el cuerpo; podíamos llevar pantalones largos en verano (qué estupidez de reivindicación); y, ya podíamos entrar en las películas de mayores de catorce años.
Todavía, pasados ya tantos años, vuelve a mi memoria el primer beso que nos dimos Begoña y yo en la complicidad de la noche de estrellas en el cine de verano. No sabíamos más, dice Serrat. Pero yo era Juan y ella Begoña y, a nuestra manera, nos queríamos. Esto es amor. Quien lo probó lo sabe, que diría Lope de Vega. Y me atrevo a añadir que mientras se den situaciones similares, mientras dos adolescentes se besen apasionadamente sobre el capó de un coche, también por ejemplo-, el mundo tendrá salvación. Y hasta puede que el Mar Menor también, en uno de cuyos pueblecitos -cuando pudimos- compramos una casita. La Manga no la queríamos -pese a su incuestionable belleza-, pero allí sólo hay una dirección o dos sentidos: o vas o vienes. Queríamos un urbanismo transversal, calles que se cruzan unas a otras. Pero lo que tampoco queríamos era un pueblecito ribereño de un mejunje en el que hemos convertido una de las maravillas del mundo: el Mar Menor. Pero a Begoña y a mí aún nos queda la esperanza de verlo renacer. Por nuestros hijos; por nuestros nietos… Por el palico inglés, para que deje de amocar.
Aniceto Valverde
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