MADRILEÑAS AL AGUA
Un paseo en velero por el Mar Menor y sus incidencias
De vez en cuando aparecía por mi zona de Los Urrutias (Mar Menor, Cartagena, España) un muchacho llamado Julián. Y cuando lo hacía yo sabía que el primo Miguel quería verme. Solía emplear a este chaval como de mensajero. Y se decía que lo había acogido de la Residencia de verano de disminuidos psíquicos que había en la localidad. Lo trataban muy bien y él hacía pequeños recados para la familia. Por cierto, que como todos los ingresados llevaban sandalias de goma de color blanco o hueso, ningún crío -qué estupidez- las quería sino en otro color como el azul, por ejemplo.
Se lo decía a mis padres y éstos jamás pusieron objeción, aunque el primo Miguel era algo mayor que yo, pero su familia podía considerarse de clase alta, y él -por otra parte- sabía ganarse la confianza de las personas… En la casa que ocupábamos dos familias: la de nuestro padre, o sea, la nuestra y la de su hermano menor (no teníamos para más), en el silencio cómplice de la noche y a través de unos tabiques de papel de fumar, se oía todo. Y a veces se hablaba de cierta deuda moral contraída durante el final de la Guerra Civil precisamente por nuestra familia paterna para con su primo, el padre de Miguel. Mi abuelo había sido militar…
Así que, si venía Miguel podía incluso traspasar la Raya Azul, cuándo ésta se distinguía -que hace muchos años que no- en un Mar Menor cristalino.
Lo encontré haciendo patitos, lo que consiste en lanzar piedras planas por encima de la mar y que dé cuántos más botes (patitos) mejor, antes de hundirse… Miguel era un artista (le he vi hacer hasta siete), como en otras muchas cosas.
Dijo: hoy la mar es buena, sólo sopla algo de Lebeche y tengo el cadete para mí ¿damos una batida? (nota uno: en la clasificación de la vela menor digamos que el cadete era el tipo o clase de velero para adolescentes como su propio nombre indica, y tenía como la proa cortada, o sea no acababa exactamente en un pico.)
Y yo nunca decía que no a lo que él proponía; aparte de la venia de mis padres, le tenía un afecto casi como de hermano mayor. Me enseñó el nombre de los vientos, a nadar sin fatigarme y algo, lo que nos dio tiempo, del arte de la navegación a vela, ligera, claro está.
Nos pusimos a arbolarlo, o sea, a ponerle las velas, el foque y la botavara, siempre a contraviento, pues en otro caso éste se hubiera llevado el barquito hacia dentro de la mar. Lo mismo que se afirma con razón que hay que orinar a sotavento; es decir, por donde se va el viento.
Es ésas estábamos cuando acertaron a pasar por allí tres chiquillas madrileñas. “¿Nos dais una vuelta en vuestro barco?”, dijeron con un acento de la Capital clarísimo.
Miguel y yo nos miramos con cara de póker, y él dijo que pues bueno. Nuestras miradas eran limpias.
Le dimos la vuelta al barco para ponerlo a favor del viento. Yo metí la orza (nota dos: la orza es una especie de tabla o quilla móvil que se usa, insertándolo más o menos según se quisiera compensar la fuerza del viento o elevándola para ofrecer menor resistencia e ir más rápido). Por su parte, Miguel empujó un poco el barco para adentrarnos en la mar; se subió de un salto y colocó el timón y su martillo, pues él patroneaba la embarcación conduciéndola mediante esos aparejos y se hacía cargo de la vela botavara o vela mayor, tensándola o destensándola más o menos con la escota (cabo, cuerda de labor), lo que se conoce como cazar, para coger más o menos viento. Y yo hacía de proel cuya modesta misión era la de hacerse cargo, de cazar más o menos, el foque (la vela triangular delantera más pequeña) y de la profundidad de la orza, siempre según las indicaciones del patrón. O a veces, en ocasiones muy bonitas uno u otro o ambos (como se ve en la ilustración) sacábamos banda para compensar la fuerza del viento.
Dimos unas cuantas vueltas demostrando nuestra pericia marinera. Y ellas estaban encantadas. Qué suerte habían tenido esa mañana.
Miguel me hizo un guiño, como diciendo “vamos”. Yo cacé o tensé el foque a tope y levanté la orza hasta el mínimo. Él hizo lo mismo con la botavara virando para que la embarcación recibiera todo viento de costado (barlovento) de tal forma que éste encontró toda la resistencia del velamen y ningún aparejo, como la orza, ni nadie que sacara banda, que contrarrestara su fuerza. El barquito abocó sin remedio y dimos todos al mar, lejana la orilla entre los gritos de enfado de las niñas (que no eran tontas y se habían dado cuenta de nuestra maniobra) y nuestro jolgorio.
No creo que esas madrileñas llegaran a navegar más con nosotros en aquel tiempo, y eso que, por supuesto, enderezamos y vaciamos de agua la, como se dice, bañera del barco, y las llevamos sanas y salvas a la playa. Pero menuda cara y cómo nos pusieron.
Tampoco creo que lo hicieran ahora. Entre otras cosas porque ya no vienen de por esos y otros lares; como nosotros, en este tiempo en el que nos hallamos, ni siquiera nos meteríamos en el agua para arbolar ningún barquito tal es el estado del Mar Menor. Y la sonrisa infantil del episodio que acabo de contar se torna en lágrimas sobre mi corazón.
Aniceto Valverde
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