El abuelo poeta confesaba a su nieto que en los primeros certámenes en que había participado casi no había podido articular palabra hasta que en el tercero o cuarto cuando le llegó su turno él se acordó de Demóstenes y su verso fluyó como el agua de un manantial. El nieto escuchaba con atención pues tenía aficiones a la oratoria -como toda la familia-, pero era tremendamente tímido.