MUJERES TODO CORAZÓN

Con el inicio del otoño llegó la temida jubilación. No es que le gustase el trabajo, todo lo contrario, cada vez era más tedioso. Pero ir todos los días a la oficina suponía tener algo que hacer. Poco después murió su mujer. Recordaba en ese momento los versos de Benedetti que tantos años atrás le susurrase: “Mi táctica es mirarte/ aprender como sos/ quererte como sos…”

A veces volvía a la hora del desayuno a la cafetería “Amazonía” para estar ese ratito con los ya excompañeros. Y todas las tardes seguía tomando invariablemente el descafeinado en el bar “El Dominó”, enfrente de la frutería cuyo portal -ahora ya se daba siempre cuenta- barría con la misma certidumbre la mujer ‘amazona’.

Una de esas mañanas reapareció la mujer ‘verde’. Los compañeros de su antigua oficina le habían asegurado no haberla vuelto a ver, ni a ella ni al viejo de aquellos días de la anterior primavera, cuando él todavía trabajaba y su mujer aún no había fallecido. Iba con un borracho de unos cincuenta y tantos años, vestido como un vaquero raído incluyendo las botas camperas y una boina.

—Mira yo soy gitano. Para estar conmigo tienes que respetarme —le decía con la voz quemada del alcohol y arrastrando las palabras tan ebrias como él— .Caballero, ¿me da un cigarrillo? —añadió levantándose de la mesa donde se habían sentado y dirigiéndose a uno de los excompañeros del hombre que tenía un paquete de ellos sobre la mesa.

Esto es fumármelo yo —recibió por única respuesta con brusquedad.

La mujer le dio un billete. Con él pagó el vino tinto que se estaba tomando y acertó, peor que mejor, a sacar un paquete de tabaco de la máquina expendedora.

 Volvió a sentarse en la mesa donde esperaba la ‘amante’. Ella no fumaba ni tomaba bebida alguna. El kurda, que de gitano no tenía nada (seguramente es que le hacía ilusión o algún tipo de orgullo decir que lo era) fue apurando el vino y el cigarrillo mientras se sacaba papeles de los bolsillos, los miraba y seguía rebuscándose.

—Que te lo he tenío que dar a ti, coño, er dinero que llevaba. No me estarás robando, furcia.

La mujer negaba blanda, casi melodiosamente, con su cabecita redonda. Llevaba la misma sombra de ojos. Y le daba palmadas como diciéndole: “Vámonos”. Y enseguida se marcharon: “Adiós, zeñores”, dijo el nuevo acompañante de la muchacha con chulería.

Cómo no recordarla.

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Estaba sola llorando en el banco de piedra de la plaza donde están, el uno enfrente de la otra, el bar “El Dominó” y la frutería “Benito” cuando él pasó por allí otra tarde. Al principio se sorprendió pues sólo la había visto por las mañanas y en la zona de su antigua oficina, en el bar “Amazonía”. Nunca llegó a saber si le había seguido hasta la zona de su casa. Pero le importaba un bledo…

 

 De esto hace seis meses, medio año que lleva ahuyentando para él la soledad y dando calor a sus noches de insomnio. Aún no se explica cómo es capaz de dar tanta ternura, tanto amor.”

 

FIN (Por el momento)

 

Aniceto Valverde

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