MODELOS DE MUJER: LA MUJER AMAZONA (2)

La mujer del hombre de la oficina, el que primero se había fijado en la amante verde y el viejo, hacía ya varios meses que no salía de casa: estaba enferma. Pero no era ése el motivo por el que él hacía la compra; de siempre le había gustado hacerla él.  Después de salir de la oficina, la tarde del mismo primer día en que la viera, como todos los días, fue a la frutería de su barrio, la frutería de Benito, aunque ya no hubiera Benito alguno en ella.

Se decía que había tenido que traspasarla (o incluso regalarla a quien se decía que era la viuda de su hermano) y poner tierra de por medio a toda pastilla. La verdad es que el establecimiento había perdido mucho entre, por un lado, las llamadas grandes superficies, y la competencia de los paquistaníes, por otro. El hombre, con el mismo guion de la rutina hecha de años de costumbre, se tomó un descafeinado en el bar “El Dominó”, enfrente de la frutería, antes de subir de vuelta a su casa con la compra. Desde el velador que daba a la puerta del establecimiento presenció otro espectáculo fuera de cartel, otro modelo de mujer de los que parecía que había iniciado una colección que se iniciaba, en primer lugar, qué coincidencia, con la mujer ‘verde’ del café-bar “Amazonía”. Debía ser una escena largamente repetida, cotidiana, pero en la que nunca antes había reparado. Si hubiera sido poeta la hubiera descrito así:

 

«AMAZONAS

»Todas las tardes, cuando cae el sol, sale una mujer de esa vieja frutería y antiguo colmado. Es casi tan vieja como el establecimiento. Tiene el pelo blanco, con reflejos azules, y siempre viste de negro. Lleva unas gafas muy gruesas; de esas con cristales concéntricos. Todas las tardes, con la puesta de sol, esta mujer barre parsimoniosamente la puerta y acera del comercio. Pasa la escoba sobre su destino delante de la mirada perdida de su hija que es mongólica. La niña la espera casi tan quieta, asida a un carro de la compra negro, como con minuciosidad y parsimonia inútiles ella pretende barrer su mísera existencia. Cuando termina y ya no hay sol, echa a andar y su hija y el carro la siguen maquinalmente, sin inmutarse.

»De lejos aún puedo ver a esa mujer, a su hija y al carro de la compra marcharse con el mismo compás cadencioso. Esa mujer tiene, en sus hinchadas piernas, grabado a fuego el Amazonas entero con todos sus afluentes.»

 

En el bar “El Dominó”, los hombres seguían jugando animosamente, reprochándose de vez en cuando, incluso abroncándose, por juzgar mal la última jugada, la que lleva a perder la partida: «¡Para qué cojones te doblas a pitos. No te enteras. Y yo qué hago me como el seis doble. Empanao, que estás empanao!»

 

 

 

 

 

(Continúa mañana)

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