EL PAN NUESTRO

Había nacido en 1939, el año en que terminó la Guerra Civil española, en el seno de una familia humilde. Desde bien pequeña esta mujer aprendió las lecciones de la austeridad. En su caso, destacaba la ‘virtud’ de no comer pan blanco: una vez lo probó y le encantó siendo aún niña.

Pero en la cartilla de racionamiento de esta familia de ‘hijos de la Guerra’ no aparecía semejante artículo de lujo, aparte de carecer de medios para comprar ni ése ni otros de la misma naturaleza. Tampoco se repartía con las sobras del rancho que se daba en las puertas de los cuarteles.

Tan era así que su madre cogió una pulmonía y el padre tuvo que empeñar el reloj de oro y su leontina, únicos recuerdos que heredara, su vez, de su padre, para comprar en el Estraperlo la penicilina necesaria para tratar y curar o evitar la muerte de su esposa. Qué tristes recuerdos…

Pero el tiempo fue pasando y entrados ya los años cincuenta, la muchacha que, además se había hecho dependienta de “La espiga dorada”, podía llevar a su casa al menos una barra de pan cada día.

Saturno seguía devorando a sus hijos y pronto se vio convertida en madre y después en abuela y ya jubilada. Su difunto marido y ella habían tenido dos hijos, que no le dieron nietos: esta mujer ya no servía para nada, aunque tenía una buena pensión y algunos ahorros.

En 2020 hubo una pandemia de la llamada COVID-19 que, entre otras consecuencias y muchos lugares trajo el desplazamiento de la población (de quien o quienes pudieron) a sus segundas residencias y también el teletrabajo. Esta mujer había comprado en su día un apartamento en una urbanización de La Manga del Mar Menor. Y como era grande decidieron compartirlo al menos durante el llamado Confinamiento. Pero ni siquiera terminado éste ya se pusieron de manifiesto desavenencias que hacían imposible la convivencia… Al final la viuda se quedó sola (los hijos se volvieron, como algunos otros). Aún se valía por sí misma, no había alcanzado el grado de Dependencia requerido por el IMAS aunque necesitada usar un andador… Además coincidió con algunas amigas y otras que hizo. Disponía de servicios médicos… Sólo tenía un problema.

Había un panadero que hacía su ruta por aquellos lares como otros comerciantes ambulantes. Era el único que dispensaba el pan blanco que a ella tanto le gustaba. Había un supermercado en la urbanización (donde compraban sus amigas y amigos) pero no tenían de ese pan. El panadero itinerante iba siempre a toda pastilla sin hacer mientes, haciendo sonar el claxon de su furgoneta para advertir de su presencia. Pero eran tan breves sus paradas y tan lento el caminar de esta Sra. que nunca llegaba a tiempo de obtener su barra de pan. Otra vez como después de la Guerra. Ya se enterarían sus bastardos herederos.

Aniceto Valverde Conesa

 

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