TARJETA A LA PARRILLA

Se odiaban; se odiaban mutuamente hasta lo indecible. Pero cuando digo odio no me refiero al que suele aparejar el desamor. No. Era un odio de ‘dinámica social’. A la gente no nos gusta que otro u otros tengan un modo distinto de hacer las mismas cosas, que es como decir aquello de que a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe. Hasta fastidia que alguien dé el DNI de dos en dos cifras cuando tú lo haces como se leen o leían de forma ortodoxa los números.

Él aun siendo no mayor de sesenta años, tenía que utilizar un andador debido a que la obesidad que padecía (y más que había sido buceador y desarrollado más el tórax) le sobrecargaba las rodillas y necesitaba de ese apoyo ortopédico complementario. Con todo y con eso no podía hacer grandes desplazamientos y aquella era la única panadería en varios kilómetros a la redonda de su residencia: sólo tenía que cruzar la calle y dar cuatro pasos más para hacerse con el sabroso pan de la tahona (y cafetería) del que no pensaba prescindir, aunque tampoco abusara.

Ya antes de la Pandemia de la COVID-19, este hombre de bastante mal carácter, siempre utilizaba su tarjeta de crédito para pagar sus compras, incluidas -naturalmente- la del pan en cuyo despacho ya desde entonces no les gustaba esta manera de proceder. Pero es que el banco, el cajero automático, le pillaba a una legua de lejos. De hecho, fue alejándose cada vez más en el tiempo como si huyera de un previsible atraco cuando, en realidad, se debía a la merma del personal de la entidad.

El Confinamiento dictó sentencia a favor del hombre; quiero decir que se impuso la costumbre del pago con tarjeta. Y el tipo como que se creció en su prepotencia, mientras que la empleada que llevaba la cruz de atenderle lo hizo en un odio, en un rencor que no la dejaba vivir. Soñaba con los episodios y anhelaba vengarse del tipo de la mala sangre que le provocaba. Era una muchacha con carácter y gozaba de la confianza de su jefa.

—Pero ¿tú ves la forma del datáfono? ¿Dónde está la pantalla? —le decía el tipo a la dependienta aumentando cada día más su resquemor— ¿Sabes lo que es un plano inclinado?…

—¿Es que quiere copia?

—No, lo que tiene que ser es que yo pase la tarjeta por arriba del datáfono cuando tú lo hayas girado y vea en la pantalla lo que has tecleado tú porque para los importes que gasto yo aquí soy tan solvente (sacó pecho al decirlo) ni me pide PIN la tarjeta. —Y a voz en grito decía: —Así es como nos ahorramos la copia y andando a otra cosa.

La chica se ponía muy nerviosa y siempre se volvía a confundir, o sea, que le ponía todos los días la maquinita al revés de lo que el hombre quería, con la pantalla mirando hacia ella. Pero si éste enfurecía, en la dependienta se iba gestando un deseo irrefrenable de venganza.

Su pareja era un electricista especialista en redes de alta tensión. Podemos dejarlo sin tarjeta, al menos una temporada y que tenga que ir al banco y pagar en efectivo como se hacía siempre antes. “Mañana, cuando salgas, te traes el datáfono y le doy un repaso, le pongo unos condensadores que le aumenten la tensión eléctrica y lo dejamos hecho un bólido. Verás la jodida tarjeta adonde va a parar” Ella se revolvía de gusto en la cama.

Y la chica así lo hacía al día siguiente pero, para su desdicha, el invento no funcionaba porque se iba a derretir por la base y la que iba a resultar dañada iba a ser ella. La rabia le estallaba por los cuatro costados y fue al aseo a echarse algo de agua por la cara que la espabilase. El «Orfidal» que tenía que tomar desde que empezó a tener problemas con el cliente de la tarjeta, no le dejó. Después cogía una tostadora plana e individual, en sentido longitudinal, como para grandes perritos calientes o unas tostas buenísimas que hacían en la panadería-cafetería, y ponía el datáfono sobre ella y la enchufó, todo en la disposición que quería siempre el tipo de marras quien, al ver aquello preguntaba a que se debía y que era una grata sorpresa. “Nada lo he pensado para colocar bien el datáfono y poder asirlo cuando no haga falta… Pase, pase Ud. la tarjeta…”

Y cuando el hombre lo hizo, la muchacha dejaba caer y apretaba la parte superior de la tostadora:

AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAUUUUUUUUUUUUUUUUAAAAAAAAAAAAAUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUAUUUUUUUUUUUUUUUUUUU

Aullaba el cliente mientras le chorreaba de su mano derecha la carne y fundido de esencia de euro. Pero aun así conseguía —soñaba ella— deshacerse del mortífero artefacto y lanzarlo, aunque fuera con parte de su mano, para que fuera a parar contra la muchacha rencorosa. Pero ella sólo sufría una contusión que le abrió una brecha en la frente.  Nada comparado con la satisfacción de su venganza cuando se despertó y se dio cuenta de que todo había sido un sueño…

Pero ya no podía más y las consecuencias le importaban un bledo. Esa mañana nada más sacar el tipo la tarjeta le metió dos tiros en la frente yendo a parar el dinero de plástico a coronar el trozo de bizcocho de chocolate que aquel día se había comprado el hombre. Una pena que se quedara sin probarlo por su obsesión puesto que estaba delicioso.

 

Aniceto Valverde

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *