EL TESTAMENTO ARTIFICIAL

El viejo capo estaba que la espichaba de un momento a otro; como su en tiempos rival Al Capone, tenía una sífilis galopante (esto afecta al cerebro, y mucho). Había sido yo el que tuvo la idea de tomarle la grabación a modo de muestra, como si hubiera sido una prueba más de las que le habían hecho padecer en el hospital del Condado.

Hablamos, como quien dice, del tiempo. Y tan sólo de pasada de alguna de las operaciones de contrabando de whiskey en las que habíamos participado juntos: a mí no me cabía la menor duda de que yo era el mejor de sus cuatro hijos varones. Aunque me hubiera gustado seguir con esos recuerdos, no me fiaba: ¿y si la máquina, la recreación digital, fallaba y se le escapaba alguna pista, eh? Pero teníamos a ‘el Químico’ que si antes, con la Ley Seca, se ocupaba de las destilerías, ahora era el mecánico de estos menesteres. Sólo lo sabíamos mi hermano Johnnie y yo Marchelo. Nuestros hermanastros Marco y Guisseppi, más jóvenes, sólo valían para las peleas a balazos con la Policía, antes con Elliot Ness: no tenían cerebro para el negocio, para el soborno, la extorsión y todas esas cosas que requieren estos trabajos.

Y allí estaban, en las calles de Chicago, liados a tiros con la banda de los irlandeses… Les mandamos el aviso de que el viejo estaba a punto de dejar este mundo del que tanto había disfrutado. Nosotros, mejor dicho, ‘el Químico’ y yo, lo habíamos preparado todo concienzudamente. Bueno, también hubo que untar al médico. Y la estrella de la escena: el Sr. Notario, que buscamos uno que estuviera medio sordo. Ya los habían usado en alguna otra ocasión de recreación digital de voz de difuntos. Hay que ver lo que avanza la ciencia.

Llegaron los susodichos hermanastros y entraron también nuestras hermanas Mary y Jessica, llorando a moco tendido. El que había sido capo de esta banda, comenzó a hablar bajo y extraño, pero entendible:”…  Notario, revocar testamento anterior.   Declaro a mi caro hijo Marchelo… heredero de todas mis posesiones…” Y terminó. Todos, menos los implicados, se quedaron atónitos. El médico dijo que saliéramos  que tenía que certificar la defunción.

El plan había salido a la perfección. Yo me quedaría con la inmensa fortuna que había amasado nuestro digitalizado padre durante los tiempos de la prohibición.

Estábamos mi hermano Johnnie y yo echando un vistazo a la bodega más suntuaria y que producía el mejor licor que degustábamos cuando oímos una voz que nos dejó congelados. Era la de nuestro padre. Pero si yo lo había destruido todo y liquidado a nuestros cómplices, que sufrieron curiosamente todos sendos accidentes. Pero era de un  realismo supremo.

“Sois unos malnacidos. Me he enterado de todo.”

Estalló el fuego de ametralladora y nos dejó fritos. Nuestros hermanastros Marco y Guisseppi también tenían una copia pasada por Inteligencia Artificial -en una versión mejorada- de la voz del capo. Y ahora les pertenecía el poder y toda la pasta.

 

Aniceto Valverde

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