SLOWMAN RUNNER 4
DE ÁFRICA A LA ETERNIDAD
Mi amigo, antes llamado Luis Santos, Luichi para los de la panda, ya tenía en su poder la mitad del dinero pactado, dos millones y medio de dólares en billetes usados que el desalmado traficante Nasser Alkasser le entregó en un maletín de desgastado cuero negro al borde mismo de la escalerilla del buque. El siniestro cargamento, que incluía algunos misiles contra carro y otras armas de similar carga mortífera, ya estaba estibado en la bodega del Slowman Runner: los hombres de Nasser dirigidos por su sicario Chan se habían encargado de hacerlo durante la noche. Él subió al buque y le dedicó una sonrisa entre cínica y de burla, un gesto muy suyo, al traficante. O tal vez fuera al amanecer sobre Casablanca, un espectáculo que Luichi ya sabía que no volvería a contemplar.
La navegación discurrió sin incidencias, me contó en otro de nuestros nuevos encuentros sigilosos en la habitación del hotel Peninsular, ese albergue de la calle Cuatro Santos que él había elegido como refugio discreto mientras estuviera en Cartagena. Me llamaba y yo acudía a las citas en esa habitación y en otros lugares de la ciudad tomando la precaución de fijarme en si alguien me seguía, dando rodeos por calles estrechas y perdidas en el entramado de la ciudad, todo según él me decía. En varios días de navegación arribaron a Port-Salam, el principal puerto de ese país del Cuerno de África que era su destino. Las instrucciones de Nasser eran que debía ponerse en contacto con un agente de la guerrilla en un garito de mala muerte de los arrabales de la ciudad. Ellos le darían a mi amigo el resto del dinero prometido por el siniestro traficante. Pero Luichi, él mismo me lo dijo así y yo pude adivinar su gesto de resignación, del que ya se conoce de sobra a sí mismo, en la penumbra de la habitación del hotel Peninsular, siempre había sido un idealista que se dejaba enternecer, a pesar de su aspecto de hombre duro, por las utopías. Quizás a todos los de aquella pandilla de amigos nos haya pasado un poco lo mismo y por eso no nos haya ido muy bien en la vida. En su lugar Luichi entró en contacto con el grupo del reverendo Jackerson, que era el supuesto líder de la mayoría oprimida del país. Les entregó las armas a cambio de nada: sólo la vana promesa de que se mantendrían fieles a sus ideales y una nueva identidad, Josef Marlom, un ciudadano chipriota que había muerto en un tiroteo en las calles de Port-Salam y cuyos documentos habían sido recogidos y fueron convenientemente manipulados por los hombres del reverendo. Pero éstos también le decepcionaron. Me contó, con cierta amargura, que recibieron más cargamentos de armas y se hicieron con el control del país, pero una vez en el poder organización una represión tan cruel como la del dictador al que derrocaron. Y que también siguieron los enfrentamientos con aquella guerrilla a la que en principio iban destinadas las armas que él había transportado. Nuevamente los intereses de las grandes compañías mineras, que explotaban los ricos yacimientos de diamantes del país, estaban detrás. Él tuvo que huir apresuradamente de allí. Pero mientras estuvo en aquel país recibió varias cartas de Irina. Había escapado de las garras de Nasser y debía encontrarse en algún lugar de España que no revelaba por temor a ser descubierta por aquél. Las cartas le habían sido enviadas a mi amigo a través de Abdul Assip, su socio y dueño del Pelícano Azul, ese bar de Casablanca donde había comenzado esta historia. Pero ninguno de los dos podía volver allí: Nasser los mataría. A ella por abandonarlo y a Luichi por la traición de no entregar las armas a sus clientes.
Y aquí estaba ahora mi amigo, que antes se llamaba Luis Santos y ahora era Josef Marlom, contándome todo esto y pidiéndome ayuda porque creía que Irina Maniker estaba en la ciudad y porque tenía la certidumbre de que el siniestro y despechado Nasser y sus hombres le pisaban los talones. La pista de un barco no es difícil de seguir por ancho y grande que sea el mar. Y la de hombre tampoco aunque haya cambiado su identidad. Ellos ya se habrían dado cuenta, en la primera escala que hiciera el buque, de que él ya no viajaba a bordo del Slowman Runner cuando zarpó del puerto de Cartagena con destino a Hamburgo.
Aniceto Valverde
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