ÁCIDO 4 LA TOURNÉE DIARIA
Una vez que los protagonistas de esta historia se encuentran ya en la ciudad de Cartagena, el padre de familia, por mediación de un amigo de su ciudad natal (Linares), entra a trabajar en «La Española del Zinc» adonde, cumplidos los dieciséis años, va a parar también su hijo con una funciones muy curiosas y bajo la dependencia de el Agustín, otro personaje curioso fruto de la deshumanización industrial.
El Agustín, pinche de laboratorio de “La Española del Zinc” y jefe mío, se levantaba todos los días a las cinco de la mañana con el cubata en la mano. Y se iba a bares como “El Túnel”, que estaba en la calle del Parque y ya se encontraba abierto al público y otros similares de la calle de la Serreta (en esta última calle existió también un garito de traficantes de droga), etc.
A las siete de la mañana podías encontrarlo en “El Cid”, enfrente de la fábrica, tomándose uno o dos sol y sombra. A las ocho fichábamos y comenzaba el trabajo rutinario, repetitivo y alienante de la fábrica. Pero él, el Agustín, ya estaba de buen humor y comenzaba a meterse o a hacer chascarrillos con todo el mundo menos conmigo (por algo era mi jefe y me tenía bajo su protección).
Otra de sus labores agradables era la de salir con la lista de los bocadillos que cada uno queríamos para traérnoslos del bar “El Cid” (por cierto, la hora del almuerzo, las diez, era también la del trabajo con el amoníaco), momentos que aprovechaba para tomar algún coñac más y volvía no sólo con los enormes bocadillos, sino que se llevaba una botella de un tercio de cerveza relleno de vino, munición suficiente para agostar la jornada.
Una mañana, el ingeniero jefe nos mandó subir una mesa de laboratorio a lo alto de la torre por la que se expulsaban a la atmósfera los gases que emanaba el ácido sulfúrico. Teóricamente serviría para instalar una estación de medición de dichos gases. Que yo sepa, os lo juro, creo que jamás llegó a ser tal cosa.
Íbamos subiendo por la escalera de caracol que rodeaba la chimenea sin ninguna protección, insisto. Se nos caían las lágrimas y las mucosidades a moco tendido (nunca mejor dicho). Y el Agustín se descojonaba diciéndome: “Javi, ya hemos fumado esta mañana todo lo que teníamos que fumar.”
Llevábamos otro control medioambiental. Todas las semanas, recogíamos una muestra de lo que emanaba de una tubería que vertía su contenido a una especie de riachuelo y que debía ser como el culo de la factoría. Poníamos un vaso Erlenmeyer y lo llenábamos de aquello que salía de allí. Curiosamente, el control o controles medioambientales siempre daban negativo: todo estaba en orden.
Sin embargo, no fue una sola vez la que los vecinos se manifestaron delante de la puerta para no dejarnos entrar, hartos de que la contaminación les causara a ellos y sus hijos todo tipo de enfermedades respiratorias.
Por otra parte, las calles, bares y etc. de la ciudad se fueron poblando de jóvenes zombies que deambulaban por ahí o copaban los parques y jardines rodeados de litronas y vino en tetra-brick.
Y es que, en mi modesta opinión, se fueron generando universos paralelos igualmente tóxicos para la persona como la personalidad. Y de forma transversal, desde los niños hasta los mayores, pasando por esos jóvenes de mi quinta y los vecinos de Torreciega y El Hondón, y también -por otras causas- los de Alumbres.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!