ÁCIDO 5 VAMPIROS
El ambiente era insoportable para nuestro protagonista.
VAMPIROS
Me sacó de la clase del Instituto. Ven, corre, date prisa… El suelo estaba embarrado y la escasa hierba mojada por las últimas lluvias, torrenciales las escasas veces que caen. Entró con la misma impulsividad en una farmacia y le oí pedir una insulina. Me arrastró hacia La Rambla. El barro me cubría hasta media caña de las botas. “Aprieta aquí”, dijo remangándose el jersey hasta la altura de su bíceps braquial bajo, dejando al descubierto las venas o la vena del codo interior. Era mi amigo y compañero -tanto del Instituto como de la fábrica- Pepe; bueno, ya no era él, sino un zombie más.
Por el contrario, creo que el Agustín -el pinche de laboratorio- llegó a rehabilitarse o desintoxicarse del alcohol. Me parece o creo que me dijeron que había perdido un riñón expulsando lo que quedaba de él por la uretra. Pero ya nunca más fue el vejete guasón que se metía con todos, incluido aquel tipo que llevaba las garrafas de los ácidos al laboratorio y al que se le oía mugir desde el fondo del pasillo y que predicaba por doquier las supuestas virtudes de su mujer. Era duro, fue duro. De los hechos que te marcan para toda la vida.
Llegaron mis diez y nueve años y yo ni había pedido prórroga por estudios, ni me había apuntado en una lista, privilegio de los habitantes de Cartagena, en cuya virtud éstos hacían el Servicio Militar en la Armada y así se quedaban en los barcos de la misma atracados en su Puerto, y podían pernoctar en su casa.
Y lo hice adrede, con toda la intención del mundo, quería salir de allí y de la forma descrita me aseguraba destino en el Ejército de Tierra y muy probablemente, lejos de la ciudad. Quería -nunca mejor dicho- poner tierra de por medio. Lo conseguí y con la suerte de ser destinado a una ciudad del Sur, no muy lejos de mi Linares y Jaén natales e infantiles, respectivamente.
En los barrios antes dichos, la gente seguía enfermando sin que nadie pusiera remedio, ni siquiera se preocupara por ellos.
En la calle, seguían pululando los zombies. Y muriendo algunos con la jeringuilla clavada en las venas, evidente signo de sobredosis. Pero otros perecían igualmente, pero por desconocidas razones.
Se especuló con toda suerte de infecciones, pues ésa era la causa efectiva de la muerte. Pero se ignoraba absolutamente cuál era la causa de la causa.
Hasta que apareció sobre la Tierra el SIDA o VHI, es decir, el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida…
A su propagación contribuyó en no poca medida el hecho de que, en aquel entonces, los hospitales compraban sangre para transfusiones. Los toxicómanos, adictos a la heroína o caballo -como mi amigo y compañero Pepe- les llamaban el vampiro. Era un chollo: sacabas un dinero para más caballo y te daban un bocadillo y una birra.
Ignoro el tiempo que duró aquella práctica destructiva en círculos o incluso se podría decir exponencialmente: la infección se propagó como la espuma de esta forma como de otras ya de sobra conocidas.
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