LA HORA QUE NUNCA EXISTIÓ

Todos los años el último fin de semana de marzo, en la madrugada del sábado al domingo, el reloj pierde una hora. Hay sesenta minutos que desaparecen de la ecuación espacio-tiempo.

Parece que en aquél -el espacio- sigue todo igual. Pero no es cierto puesto que el tiempo salta por encima de la virtualidad en la que estás inmerso. Entre otras cosas o efectos puede que te sientas un poco más viejo. De hecho, cada año que pasa es probable que te cueste más trabajo escalar el peldaño, el espacio de esa pequeña escala que quiebra a las 2 a.m., en la que el tiempo queda congelado y a veces o alguna gente que deambula por ahí, se convierten en carámbanos: el director de esta orquesta que interpretada esta sinfonía espacio-temporal no quiere que se le escape nadie que pueda contar el secreto del vacío en el tiempo que podría ser el de la eternidad (y hoy es Domingo de Resurrección). Ese peldaño te costará -como digo- cada vez más sortearlo con la edad dado que te roban no ya sólo esa aparentemente pequeña parte de tu vida y automáticamente son las 3 de la mañana, sino que el hurto alcanza a tu propia consciencia de existir durante ese lapsus. Es una paradoja: poco espacio objetivo de tiempo, gran sensación de que durante ese falso sueño, han pasado años. Voy ya para viejo, está claro.

Todo queda detenido, suspendido. Puede que incluso Dios se eche una siesta. Pero yo he podido zafarme hoy y puedo asegurar que todo es nada más que un efecto. Son sólo unas fracciones de segundo lo que se tarda en avanzar las manecillas del reloj una hora. Es un invento, un remiendo que los que manda inventaron para hacernos creer que el Universo cuadra según sus dictados. Entre ellos, éste de hurtar una hora de nuestro tiempo y muchas veces con la agravante de ser Primavera.

Aniceto Valverde