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EL ASESINO DESPERTÓ CON EL VIENTO DE LEVANTE

Se dice que algunos vientos hacen perder la razón

Hay ciertos días y sobre todo noches en los que se despiertan los instintos básicos que duermen en el cerebro límbico para campar a sus anchas sin el freno que en circunstancias normales supone el resto de la estructura racional del pensamiento y los condicionantes de la educación y la moral recibida.

En ellas vemos cómo la luna llena riela sobre el mar de Mandarache cuando en estas noches de verano se sitúa en esa latitud sur, suroeste, de donde viene otros días el viento de lebeche, teniendo presente en el inconsciente más profundo todos esos episodios de personas que perdieron el norte y se volvieron feroces y agresivas bestias que consumaron horrendos crímenes bajo esas circunstancias. Muchas páginas de la literatura gótica y del cine de terror tomaron nota de estos hechos. Las crónicas de sucesos de los periódicos dan cuenta a veces con excesiva y cruel meticulosidad de los atestados policiales y judiciales levantados teniendo como origen una llamada recibida a medianoche en el domicilio de los inspectores, jueces de instrucción y forenses, que a pesar de los años de profesión jamás se acostumbraron al sobresalto de la llamada en la soledad de una casa bien amueblada pero vacía (el cine nos ha enseñado que son oficios duros que suelen romper familias y a veces condenar al falso consuelo del alcohol o la más profunda depresión a quienes las padecen sin que les sean debidamente reconocidas), ni a la tremebunda visión, todavía nublada por ese sueño impreciso que no es sueño sino la duermevela de quien se siente permanentemente acechado e intranquilo aun teniendo un treinta y ocho bajo la almohada o en el cajón de la mesilla, esa horrorosa presencia de un cadáver descuartizado medio escondido entre unos arbustos.

Muchos de estos casos quedaron sin resolver y se volvieron obsesiones en la mente de uno de estos investigadores que ya no pudo conciliar más el sueño hasta hallar al criminal. En principio no hay sospechosos porque falta un elemento esencial: el motivo, eso que en los manuales de criminología se conoce como el móvil que todo acto de este tipo debe tener. Cualquiera puede ser un criminal influenciado por la luna llena y el viento, sin que la víctima deba tener ninguna relación con él más que la mala fortuna que le llevó a encontrárselo en un descampado solitario. Ese investigador, inspector o juez, puede caer en el abismo de la misma locura del asesino, buscando por la calle entre miles o millones esa mirada especial que se les supone a quienes han llegado a matar a otra persona. Como en la novela «Plenilunio».

Llevaba varios días soplando un fuerte levante. Hacía un bochorno insoportable en toda la comarca pues el cielo estaba lleno de nubes que no llegaban nunca a descargar la tormenta que hubiera liberado al ambiente de esa carga enorme de energía, de electricidad estática. Algunas familias discutían encerradas en los pisos de la ciudad sin poder huir de ella ni del desierto de asfalto en que se convierte. Hacía luna llena pero no se reflejaba en el mar sino en los cortos intervalos en que ese fuerte levante descorría el denso cortinaje de las nubes a modo de fantasmagórico telón teatral. Tampoco estaba en el fondo del pozo donde el asesino había arrojado a la primera de sus víctimas junto con el perro que le ayudaba a pastorear su rebaño por la oquedad de la rambla cuando les sorprendió la noche pero no la muerte pues en sus ojos se reflejaba la tranquilidad de quienes la están esperando como una liberación o conocen a su ejecutor como a un amigo.

Cuando el inspector recibió aquella llamada telefónica que le despertó de ese falso e imposible sueño ya sabía varias cosas sobre a quien tenía que enfrentarse de nuevo. Durante todo el día había vuelto a tener esa jaqueca, ese dolor que le hacía sentir como que le apretaban las sienes entre los topes de un gato mecánico, así como la sensación de que a la vuelta de cualquier esquina podían dispararle un tiro en la cabeza y muy posible y cobardemente en la cabeza o por la espalda. Había discutido por teléfono con su exmujer que le había llamado para reprocharle una vez más el olvido de algún acontecimiento familiar agobiado como siempre por el trabajo, igual que cuando vivían juntos. El inspector ya sabía que había tres cadáveres más, incluido posiblemente el del propio asesino que no se distinguiría en nada de los demás, que se encontrarían en las zanjas y sifones del Trasvase diseminados por toda la comarca. Que le llevaría varios años de su vida investigar quién era el culpable, si es que finalmente daba con él. Y, por último, que los crímenes tenían sin duda que ver con la luna llena, el fuerte viento de levante y el deseo de aplacar la ira con la paz de la tierra y el frescor de los manantiales y el agua de las acequias que la fecundan.

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