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AUTOBÚS LÍNEA 18

Éste es el autobús que, en Cartagena, lleva al Hospital Universitario de Santa Lucía. El protagonista lo tiene coger habitualmente. Pero en él no sólo viaja con gente normal, sino que un día se lleva una agradable sorpresa con una persona.

 

Yo soy un tipo con relativa buena suerte. Quizás porque soy moderadamente optimista. Desgraciadamente, he tenido que subir muchas veces en los últimos tiempos al Hospital de Santa Lucía. Sí, a ese edificio que parece una terminal aeroportuaria; a mi modesto saber leal y entender, claro. Y ello me ha permitido no sólo conocer a tipo y/o enfermos muy curiosos como Juan el ex-marinero tejedor de redes de pescadores precisamente en Santa Lucía. Nadie iba a visitarlo al pobre y, quizás por ello, hizo buenas migas con nosotros e incluso velaba por el bienestar de su compañero de habitación. O los peculiares ingleses uno de cuyos familiares y ante el calor reinante en su departamento, tenía la costumbre de sacarse el sillón articulado al pasillo de la planta y ponerse tan pancho a leer hasta que una tarde lo vimos correr arrastrando el susodicho asiento quejándose de que estaba roto. Más bien lo había desarticulado él mismo y fue reprendido por el fabuloso personal del hospital.

La verdad es que éstos, los hospitales, son como las estaciones, los mercados y la vida misma. Hay gente para todo. Pero si escribo estas líneas lo hago porque hace años que no conduzco -quizás ni a mí mismo- y viajo tan a gusto en mi “vagón de tercera”, que diría Antonio Machado y que uno ha interpretado siempre (y practica) no por la calidad del vehículo, sino por el hecho de ir acompañado de esa gente sencilla que bien va ganarse unos cuartos para atender un familiar al que su parentela no puede o quiere; o sencillamente a quienes necesitan asistencia y no pueden pagar un taxi.

Lo conocí la tarde de la gran manifestación por la muerte del Mar Menor, o sea el 30 de octubre del pasado año, a la que tanto hubiera deseado acudir. El autobús era gratis. Bajábamos él y yo solos del aeropuerto. El conducía el autobús y yo era su único pasajero. No sé, ni aunque lo supiera revelaría jamás su nombre ni publicaría la foto de recuerdo que nos hicimos.

No sé cómo la conversación derivó de mi querido y malogrado Mar Menor a la crisis de valores, ya no sólo existencial, del mundo de hoy en día, incluyendo la adicción de la juventud a las apuestas, a la tecnología y al universo caótico en el que vivimos inmersos… Yo le transmití mi opinión y temor de esto se pareciera cada vez más a los años veinte y treinta del siglo pasado y que condujeron al ascenso del fascismo en toda Europa por miedo a la libertad. Porque la carencia de la valores u objetivos claros en la vida llevan al hombre a abdicar de su cualidad esencial. Fue por todo ello que le recomendé uno de los que han sido mis libros de cabecera en mi vida. Precisamente «El miedo a la libertad» del psico-sociólogo freudiano Erich Fromm. Un libro que, naturalmente, explicaba mucho mejor que yo el nacimiento y posterior auge del nazismo en la llamada Alemania de entreguerras. Lo presté y nunca me fue devuelto en dos ocasiones en mi vida. Pero me comprometí a llevarle al menos una reseña de la Wikipedia. Tuve que conformarme con entregársela a otro compañero tan amable como él para que se la entregara. Pero volví a dar otro viaje más con él, no importa si de subida al alba o bajada a la caída de la tarde, el caso es que me dijo que había comprado el libro y le había gustado mucho.

Si escribo estas líneas es en su homenaje y para que no se me olvide nunca que existen autobuseros ilustrados como en todas las profesiones por humildes que éstas sean.

 

Aniceto Valverde

 

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