Recuerda que era un día en el que la primavera ya asomaba sus verdores, aun cuando en la ciudad fuera cada vez más escasa la vegetación. Lo sabe porque el sol ya entraba por el gran ventanal de la cafetería “Amazonía” y era la misma hora a la que acudía junto a sus compañeros, como casi todos los del año, a hacer la parada del trabajo en la oficina para el desayuno (o un croissant si era por la tarde). Y aquélla era la cafetería de la zona donde más crujientes ponían las tostadas y mejor el aceite de su aliño; sin olvidar el hecho de que, con la misma certidumbre, acudían diariamente las muchachas empleadas de la Biblioteca municipal. En sus vestidos, libres por un rato de la aséptica bata blanca, se palpaba igual e imaginariamente esa incipiente primavera, más espléndida si cabe tras un invierno duro en sus rigores que a él le había hecho caer en cama en varias ocasiones y forzado, las más, a ir al trabajo al borde de la sobredosis de antigripales. Su salud ya no era la que había sido.