EL PACIENTE INGLÉS

HISTORIAS CLÍNICAS

 El Paciente Inglés

Ha ido, sin embargo, esa misma tarde, caminando por los pasillos de habitaciones numeradas y paredes blancas, protegidas por una banda de linóleo verde de los golpes de las camillas o las sillas de ruedas, atravesando puertas que se cierran automáticamente mediante un resorte que las hace volver a su sitio balanceándose un rato después de su paso, apartando a la gente que también va a visitar a sus familiares internados y al personal vestido con batas blancas o verdes y con el fonendoscopio colgado al cuello. Como todos los domingos por la mañana y algunas noches en que puede quedarse a cuidarlo, aunque hoy es martes y son las seis de la tarde y esta mañana, desde las once a las doce y media, ha estado con Victoria, una mujer que aun a pesar de su nombre había nacido como él, en una ciudad que había perdido todas las batallas y en la que, por tanto, como se llamará la historia que algún día Manuel escribirá, se titulará “Ya no quedan cuentos en Cartagena”.

Pero Victoria es hija de otra Victoria y nieta de la tía Margarita, y es pelirroja aunque tiene los ojos azules y un acento del exilio de su familia, latinoamericano, y el deje anglosajón de sus  palabras, sin embargo suaves y en cierto modo muy persuasivas aunque a él, Manuel, no hace falta que le insistan demasiado en algo y casi cualquiera es capaz de embarcarlo en la aventura más descabellada pues no sabe decir que no y mucho menos cuando se lo piden por favor y casi se ha sentido importante por el hecho de que aquella mujer que había venido de tan lejos recordara su existencia y necesitara algo de él, que se siente tan poca cosa y se tiene en poca estima a diferencia de la belleza incuestionable de Victoria. Saber de la historia de su ciudad natal y que le hubiera elegido a él, en su insignificancia de escritor local, para contarle algunos episodios.

En esos días, y hoy de manera excepcional por ella, le lleva a su padre algunas revistas (y no sus cuentos porque ya no los hay sino tristes). Espera encontrarlo en uno de esos momentos en los que de verdad es él mismo, como ha sido siempre, un hombre fuerte y con la mente despierta y ávida de conocimientos: él mismo retrasó su jubilación lo máximo que pudo y aun después ha seguido con sus trabajos de investigación, yendo cada día a la nueva Universidad, echando de menos su o sus viejas escuelas, cuando los demás le miraban ya casi como si vieran un espectro, pero con el respeto de los estudiantes y muchos compañeros como si lo consideraran una leyenda viviente, siempre dispuesto a entablar alguna discusión metodológica sobre la física y la mecánica a veces abundando en la cuántica con la caída de Newton. Un hombre sencillo, algo desaliñado, que nunca había olvidado sus orígenes y el hecho de que se padre, el cuarto de los diecisiete hijos que tuvo el capitán de Carabineros Torcuato Legaz, llamado a la sazón también Torcuato, a su jubilación del Cuerpo que Franco disolvió e integró en la Guardia Civil, había sido a su prematura y represaliada jubilación, el bedel, en la arcaica y rancia expresión, de la escuela entonces sita en la Alameda de San Antón, cuando él, su padre, el de él -Manuel Legaz- estudió en ella al mismo tiempo que trabajaba en los astilleros militares de la ciudad y luego iniciara su magisterio en ella algunos años después de acabada la guerra y cuya docencia se extendió hasta casi cincuenta años. Cuánto trabajo le costaba a él, Manuel, que le contara ya estas historias, era como el paciente inglés que no quiere revelar un pasado trágico por temor a provocarle una tristeza que él, Manuel ya sabe o conoce, entre otras cosas por las cintas de casete que había grabadas con los poemas del abuelo Torcuato Legaz, el carabinero, guardia civil y bedel o conserje.

Pero aun a pesar de esa dificultad el hombre de la cama, su padre, al que hoy encuentra mejor, no puede resistirse a contarle historias de la guerra y la posguerra porque la huella que deja la pobreza y la impotencia de ver sufrir a los que se quiere, a sus hermanos y sobre todo a su padre que tuvo que empeñar el único recuerdo, la única herencia del suyo, el bisabuelo Torcuato Legaz, un reloj y su leontina de oro, para comprar a su mujer en el estraperlo la penicilina necesaria para curarle una pulmonía ni cuando a uno lo han amamantado en los refugios antiaéreos de la calle Gisbert,  esa marca en el corazón no se borra nunca. Pero el que no ha vivido la guerra y la paz, la sombra y la luz, el amor y el desamor, ése no ha vivido. Ya no quedan cuentos en Cartagena.

 

Aniceto Valverde Conesa

 

 

 

 

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