Me miró de soslayo, torvo, enarcando la ceja y la órbita de su ojo derecho hasta hacerlo sobresalir por encima de aquellas gafas cuadriculadas. Acentuaba este gesto una cara y cabeza picassianas, como un trapecio invertido. Posaba su mirada en mí de este modo cuando quería reprenderme. Sin embargo, esos ojos diminutos y enfoscados, sin color definido, pertenecían a un ser patético. Quería mostrar enfado, eso estaba claro; un enfado de tipo paternalista, todavía más indignante para mí. En cambio, el resultado no dejaba de ser esperpéntico. Eso hubiera resultado genial de haberlo pretendido, y más en su caso. Pero no era así. Estaba dejando bien a las claras que algo escondía. Mantuvo el gesto torcido unos instantes más. Yo permanecía sentado en el sillón giratorio y por encima de él, que seguía de pie, miraba la chica del almanaque. Era la de la portada del «Play Boy» del mes de noviembre de dos años atrás por lo menos: nadie se había molestado en actualizarlo…