NAUFRAGIOS DE LA HISTORIA

De los naufragios reales que aparejan soledades y no son producto de éstas.

Durante muchos años de su infancia estuvo convencido de que la ciudad había sido fundada por un náufrago, como se cuenta que tal vez lo fueron otras muchas de la Antigüedad. Había leído que la reina Dido había llegado a las costas de lo que después sería Túnez tras sobrevivir a una terrible tempestad que destruyó la nave en que viajaba y la arrojó sin piedad a una playa del norte de África. Allí fundó la ciudad de Cartago con la piel de toro que ganó en un juego con los indígenas del lugar: la hizo tiras y con ellas trazó un perímetro decente para la ciudad a partir de lo que al parecía una ganancia irrisoria.

La leyenda cumplía con todos los requisitos establecidos en la literatura desde tiempo inmemorial para los naufragios: un personaje legendario, un buque que es arrastrado por la tempestad contra los arrecifes de una costa o islas preferentemente no consignadas en las cartas de navegación, mejor de noche y entre un oleaje tan bravío que para sobrevivirlo se tenga que emplear una lucha sin tregua contra las espumas del mar, que al final lo arrojen contra una playa en la que despierte al amanecer regresando de la muerte o del sueño del propio naufragio. Parece que fue Homero el primero al contar cómo Ulises, de regreso a Ítaca, fue arrojado por la tempestad que una vez más le hizo perder el rumbo hacia su añorada patria, a la playa de los feacios. Pero no encontró en ella a la muerte, sino a la bella Nausicaa, a la que en su delirio de náufrago no acertó sino a preguntarle si era una mujer o una diosa. El capitán Nemo imaginado por Jules Verne fue también un náufrago legendario encerrado en las paredes metálicas del Nautilus.

No era raro pensar que Absdrúbal había sido también un náufrago porque según dicen los naufragios en la vida real se ajustan de la misma forma a normas tan precisas como las de algunos textos legales, a las leyes de lo que parece casualidad pero es de obligado acontecer porque así estaba escrito que ocurriría.

Soledad y naufragio corren parejos. “Oh, abandonado, todo en ti fue naufragio”, escribía Neruda. «La soledad es el imperio de la conciencia», decía Bécquer.  Y así esperaba meditando en soledad la llegada improbable de la sabiduría, para darse cuenta más tarde de que ésta  muchas veces está depositada en los demás y se adquiere por contacto con ellos. «Oh, democracia», que diría Walt Whitman.

Aniceto Valverde Conesa

 

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