EL ALIJO (y 6)
6.- Qué malo es el tabaco
Santa Bibiana del Mar era un pueblo tranquilo, quizás demasiado. Hasta que un día a las 6 horas en punto (a.m.) sus vecinos descubrieron que había crisis económica y empezaron los robos de gallinas para comer y el antiguo pescador, metido a advenedizo de la construcción Emilio Granados, se quedó sin liquidez para terminar su modesta promoción de VPO para pescadores.
Él y otros del pueblo decidieron arriesgarse con el contrabando: traerían una mercancía en el barco “Santa Teresa” desde el Peñón de Gibraltar. El soldado Sergio Bustamante y su novia Charo Montserrat pasaban sus fines de semana amorosos en el pueblo alojados en “La Taberna del Capitán”. Se enteraron de casualidad. Aparte de los vecinos e incluso de la Guardia Civil de Santa Bibiana, sólo ellos fueron dueños de este secreto, pero sin saber de qué diantres se trataba el alijo. Y eso que Bustamante hubiera tenido que dar parte a la Superioridad.
Adolfo Marín, el empresario que suministraba diariamente las cadenas para deslindar las aguas alrededor del Peñón porque todas las noches los buceadores británico-llanitos las cortaban, desapareció de escena: ya se había dado el piro con el cargamento de quincalla, o sea, con el mogollón de toallas de excelente calidad y más valor, aunque fueran falsificadas de quién sabía dónde. Cada uno del resto de los conjurados tenía su motivo para intervenir en el negocio: Emilio Granados para terminar su obra; el Capitán Edgar-Edisón Santacrus tan sólo por el deseo de volver a las aventuras de la mar; el dueño de la tienda de ultramarinos de Santa Bibiana del Mar para recuperar pérdidas y con el deseo de abrir de nuevo el estanco anejo a la pequeña tienda; el farmacéutico para autoconsumo (fumaba como un ‘descosío’ igualito, desgraciadamente, que su mujer: la médica jugadora empedernida de dominó) y para tener más clientela que le comprara enormes cantidades de pastillas para la tos de su propia formulación magistral: mejores que las famosas ‘Juanolas’, etc. Ellos elaboraron la trama de esta historia y se organizaron. El gran alijo de tabacos se depositó en la trastienda y almacén de “La Taberna del Capitán” y, sobre todo, en el de la tienda de ultramarinos puesto que antes había sido también estanco de labores del tabaco tanto las alijadas como, con permiso del Fisco en tiempos, para vender el ‘decomisado’ por Aduanas. A Toño “el Pulpo”, para que se sacara algún dinerillo, le habían encargado distribuir la mercancía, a nivel local. Tenía que ir llevándola en pequeñas cantidades de la tienda de ultramarinos a las máquinas expendedoras de los bares y kioscos de la zona portuaria, como en los viejos tiempos del estraperlo y del auténtico contrabando ‘sano’. Pero qué malo es el tabaco. Más cuando es una falsificación. La Guardia Civil cogió de casualidad a Toño: llevaba un extraño paquete. Era tan desgraciado como los demás y lo iban a trincar en el primer porte. Toño salió corriendo. Tanto él como el agente se llegaron a asfixiar. “Anda, ya está bien, ‘Pulpo’”. Toño resoplaba también. “A ver, ¿qué llevas ahí? Dame la bolsa. ¿Dónde has ‘metío’ la ‘zarpa’ esta vez?”. El agente de la Benemérita de Santa Bibiana la abrió: era tabaco. “Hombre, vamos a echar un pito antes de ir al cuartelillo, Toño”, dijo el guardia. “Venga”, contestó Toño. Abrieron uno de los cartones y sacaron una cajetilla de puro tabaco americano hecho en China o Dios sabe ahora dónde porque ya hay ‘calidad china’… “Pero ¿qué mierda es ésta?”, gritó el guardia: ambos tosían como descosidos: luego tendrían que comprar un cargamento de las ‘juanolas’ especiales de la única Farmacia de Santa Bibiana. “Si es que, encima sois unos ‘desgraciaos’. O sea, digamos, que nos hemos jugado un expediente y… Os voy a dar de hostias… ¿Era esto?… Otra mierda: ¿A quién coño pretendían venderle esta basura falsificada y tóxica, so tontos?.” Esto era ya intolerable: no es lo mismo, y mucho menos en España, un simple delito contra la Hacienda Pública y otro contra la Salud Pública, aun cuando el tabaco de buena calidad ya es de por sí un veneno para el cuerpo. “Que sois unos idiotas”, machacó el agente.
Enseguida que Emilio Granados se enteró, los implicados (menos Adolfo Marín que había desaparecido y, por supuesto, del dinero que había prometido enviar a los del pueblo –parte de sus ganancias de las toallas- nunca se supo nada), arrojaron el resto del cargamento por la borda de la patrullera “Golondrina” de la Guardia Civil de Santa Bibiana para que se hundiera en lo más profundo de la mar.
Así que la obra de Emilio nunca terminó y fue embargada por el banco como el propio Granados y otros vecinos de Santa Bibiana. El antiguo director de aquella sucursal se dio a la fuga con el tasador de inmuebles y su amante. La gente del pueblo se echó a la calle en una gran manifestación contra el Gobierno como nunca antes se había visto, salvo cuando la segunda guerra de Irak.
FIN
Aniceto Valverde Conesa.
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