EL ALIJO 5
Emilio Granados era un antiguo pescador del pueblecito marinero Santa Bibiana del Mar, un sitio encantador y precioso de la costa Atlántica cercana al Estrecho de Gibraltar. Hasta que llegó el fantasma de la crisis había sido un pueblo tranquilo. Emilio se había metido en una pequeña promoción de veinticuatro viviendas de VPO en unos terrenos que había heredado del tío José Alberto, que hizo ‘las Américas’, antes de morir rico allá. Las casas eran para sus antiguos compañeros de la mar. Pero vinieron los problemas y se quedó sin liquidez para terminarla. Algunos vecinos de Santa Bibiana del Mar, por iniciativa del empresario Adolfo Marín, se habían metido en un extraño negocio que, se suponía, debía ayudarles a superar ese bache económico en el que estaba la obra. Pobres ingenuos. El único listo: Adolfo Marín.
5.- Un intercambio de falsedades en el que pierden los españoles.
El soldado Sergio Bustamente era traductor en la Sección de Inteligencia (Segunda) del Gobierno Militar del Campo de Gibraltar con sede en Algeciras. Había sido antes periodista, pero las cosas no iban bien e ingresó en el Ejército profesional. Hacía un seguimiento de la actualidad del Peñón a través de su prensa y televisión. De casualidad se enteró del secreto de la gente de Santa Bibiana. Hubiera tenido que informar a la Superioridad, podría suscitarse un serio conflicto diplomático. No lo hizo y supo guardar un secreto. Como su amor por Charo, la hija de un alto oficial del Ejército.
La Guardia Civil de Santa Bibiana del Mar desconocía cuál iba a ser exactamente el cargamento que aquellos desgraciados iban a recoger. Aun así, la patrullera “Golondrina”, al mando del sargento-comandante Piqueras, había recibido instrucciones de vigilarlos discretamente para evitar líos. Encima les hicieron como de discreta escolta. Incluso denunciaron una planeadora (de verdaderos narcos profesionales) ante sus autoridades cuando salía a toda pastilla del Peñón. Era su deber y así, además, de carambola, mantendrían a los gibraltareños ocupados y el “Santa Teresa” pasaría, si acaso desapercibido. Pero ¿qué se traerían entre manos aquellos aficionados que se iban a complicar la vida y, seguramente, por una mierda de relojes falsos o cosas así?
La Historia, en grande como la pequeña historia de los seres humanos, tiene la manía de repetirse como el ajo. Esta vez, de nuevo, los gibraltareños engañaron a los de Santa Bibiana del Mar: les colaron a precio de oro una gran cantidad de mercancía falsa y peligrosa. Y eso que se suponía que eran contactos fiables de Adolfo Marín: su particular alijo de toallas (o sea la quincalla de marras en el argot de los contrabandistas) sí que era de lo bueno lo mejor en falso. La Guardia Civil seguía sin saber de qué mierda se trataba fuera la quincalla y/o algo más nocivo.
Aniceto Valverde
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