TRAGICOMEDIA DE LA HISTORIA

Más allá y acá está la  Tragicomedia de la Historia de España.

El hombre medieval era aquel que se creía que podía cambiar la realidad con la fuerza de sus creencias y de su brazo. No dudaba en apuntarse en arriesgadas campañas y matar o morir estaba justificado por razón de la fe y la creencia en paraísos más allá de la vida. El rebelde sin causa que representara James Dean hasta convertirse en el estereotipo de esa figura era y es también un tipo que se enfrenta a todo lo establecido, pero que a diferencia del caballero andante carece de cualquier otra ideología que le mueva a la batalla más que la de estar en esa edad convulsa que es la adolescencia, quizás paralela a la Edad Medieval del Hombre que, tal vez en este país, se prolongó más. Tal vez o probablemente, se puede afirmar que nosotros no tuvimos Renacimiento propiamente dicho.

Decía Albert Einstein que el secreto de sus descubrimientos radicaba en que él, a diferencia de un adulto normal, se había detenido a estudiar como un niño los problemas del espacio y el tiempo. Don Quijote de La Mancha no estaba ni en el lugar ni en el momento adecuado. Los tiempos de la caballería andante habían pasado ya a la historia y Alonso Quijano el Bueno no era o es precisamente un adolescente que se deba enfebrecer de amores respecto de campesinas trocadas en damas de alcurnia o princesas como Aldonza Lorenzo, transmutada en Dulcinea del Toboso, ni de rebeldía en relación a un mundo plagado de entuertos y gobernado por malandrines que haya que arreglar, en el sentido que él lo entiende (tropelías y abusos de siempre han existido). El chiste agridulce de la situación radica en ese estar fuera de contexto, fuera de una realidad que nos recuerda constantemente a él y al lector el bueno de Sancho Panza, personaje del que no sabemos muy bien por qué extraña razón de lealtad o ápice de locura sigue en su desventura al caballero de la Triste Figura. Lo cierto es que de la mezcla de la visión del mundo de ambos surge una realidad, la española del momento, en continuo conflicto consigo misma. Por una parte está el pueblo con sus muchas necesidades básicas sin cubrir (cuestión común a todos los tiempos y aun hoy día) y por otra los gobernantes empeñados en empresas guerreras por amor al arte y contra herejes —por tomarla contra alguien siempre se necesita un oponente o pretexto— que no hicieron sino arruinar más todavía al país en dineros y vidas. En la inmortal novela de Cervantes ambos puntos de vista se reconcilian con la recuperación de la lucidez del hidalgo en su lecho de muerte y con lo que se ha denominado como la quijotación de Sancho Panza, los dos se encuentran en ese punto entre la realidad y el delirio, en un equilibrio similar al centro del espectro político, en la mesura y la tolerancia. Pero en la realidad de la historia el divorcio ha continuado por muchos años, tal vez matizado por la generación de una clase intermedia, los pícaros, o sea, hidalgos o plebeyos que simplemente tratan de subsistir y escapar de la pobreza echándole cara a la vida, pues la inmutable realidad sigue debatiéndose entre las grandes palabras de los dirigentes y la precaria situación de la mayor parte de la población. Muchos años después Valle-Inclán haría decir a su personaje de «Luces de Bohemia» Max Estrella —alias Mala Estrella— que la historia de este país no es historia, sino el esperpento que inventó Goya, pues los grandes personajes y héroes habían ido a mirarse a los espejos deformantes del Callejón del Gato de cuya imagen resultaba la verdad de la historia. Una verdad tragicómica. Como la figura del caballero andante de La Mancha. Alonso Quijano, don Quijote, tenía una visión de sí mismo igualmente deformada, muy distinta de la realidad, casi como del mal llamado cine cómico, que de esto no tiene nada, sino que —al menos uno cree— producto de la irregularidad del operador de cámara que sobrepasaba los veinticuatro fotogramas por segundo (ritmo correcto del cine) y hacía parecer a los personajes como muñecos que se movieran a mayor velocidad o de forma dislocada. La misma historia tragicómica. Idéntico final y consecuencias sociales.

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