SILENCIO

EL MIRADOR

Dos zagales se llevan un pequeño susto a propósito de un desfile de Semana Santa.

Entre tanto vino el silencio. Hubo un principio: «Al principio fue el Verbo. Después vino la ventana mágica (el mirador) a través de la cual veíamos las procesiones. El Joaquín y yo hablábamos por las noches, cuando dormíamos en casa de la abuela para ver el desfile, de el Lute y de otros así. “Pero un buen ladrón a la derecha de Jesús”, le decía yo. “Sí, pero también estaban Barrabás y el otro malo —rezongaba Joaquín—. Y ésos habían matado a mucha gente”. “¡Y van a venir a por ti esta noche como no te calles!”, le espetaba yo intentando quitarme el miedo.

Habíamos visto aquella noche la procesión del Silencio desde el mirador de la casa de la abuela:

Se han apagado todas las luces. Un viento susurrante y frío se apodera del ambiente. Hace que las nubes discurran rápidamente sobre la Luna llena. El sonido de los tambores se apodera y retumba en las calles estrechas. ¿No oyes las pisadas? Resbalan sobre el frío y húmedo suelo del relente. Son como los azotes que le van dando…El fervoroso resplandor de las túnicas oscuras. El lívido temblor al unísono de los cientos o miles de lucecitas. El golpe seco de los hachotes sobre los que aquéllas cabalgan en la noche tenebrosa de la muerte, signo de amor a los hombres (qué paradoja). Apenas se iluminan los rostros de los capirotes cubiertos por el capuz. Ese viento gélido y húmedo aplasta esas máscaras devotas, haciendo tan sólo intuir bajo ellas rasgos humanos. El incesante tintineo de los cristales y ornato de los tronos, como leves, levísimas cadenas que se arrastrasen…

Me habían entrado ganas de orinar, pero me daba mucho miedo cruzar el pasillo. Serían como las cinco o poco más de la mañana. Joaquín dormía soñando con el buen y el mal ladrón. Me decidí. Cabalgué sobre el claqueteo de las losas. Eran como el castañeo de mis dientes. Por el Mirador pasaba una procesión. Era la llamada del Encuentro. Yo —que vivía desde hacía tiempo lejos de Cartagena—, no lo sabía. Volví sobre mis pasos volando, literalmente. Me metí en la cama con Joaquín tapándome hasta las orejas. Él ni se enteró. Ambos lo supimos cuando, años después, nos dieron permiso para verla y pasar casi toda la noche por ahí…Y yo juraría que el abuelo se reía socarronamente de mí —como solía hacer—, desde el retrato con su uniforme de gala de cuando vivía que colgaba de la pared también torcida de la casa de la abuela.

Aniceto Valverde Conesa

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