EL ‘CAPIROTE’ RELLENO

En recuerdo de mi abuela paterna y

por una Semana Santa de enorme valor artístico

 

 

Mi abuela paterna, que era una excelente costurera, dejó de trabajar en las hilaturas «Carthago» de esta ciudad de tanta historia para casarse. Así estaban los tiempos. Pero siguió cosiendo hasta el final de sus días aun cuando llegó a estar casi ciega. Aparte de las labores para la casa, para su familia, aparaba y cosía unas miniaturas o muñecos de penitentes que aquí llamamos «capirotes» por aquello quizás del capuz. Lo hacía durante casi todo el año. Utilizaba cartón para su estructura o armazón, los vestía con retales de la tela adecuada según la cofradía o agrupación a la que perteneciera el proyecto de muñeco, los adornaba convenientemente con purpurina de diversos colores y hacía el hachote con papel de oro, y, del mismo color, la purpurina que simulaba la luz de esa penitencia. Los dejaba huecos, como creo que se sigue haciendo, para rellenarlos de caramelos. Los niños para sacar los dulces teníamos que tirar de un pequeño trozo de cartón más o menos redondeado situado de la base del capirote: un compartimento que se abría y cerraba mediante una goma elástica anclada en la parte de arriba del muñeco y cosida en ese redondel, así la tapa volvía a su sitio y seguía manteniendo en su interior el resto de los caramelos que la abuela o nuestra propia madre, no nos permitían comer.

Pero ella, mi abuela, sólo los cosía en aquella casa oscura de la calle de la Serreta que hacía pico esquina, es decir y como era la típica casa de estos lares, que, por el otro lado, el del mirador daba a la calle de la Serreta mientras que el de la cocina y tendedero, miraba a la calle de San Vicente. El piso tenía un pasillo muy largo para unir ambos lados de la casa, que daba a esos dos vientos, a derecha e izquierda: de ahí que se las conozca como casas de alforjas. Las losas de su suelo claqueaban al pisarlas. Además era un pasillo angosto y, de tanta longitud como se suponía debía ser la condenación eterna.

Delante de aquella legión de muñecos, como espectros purpúreos y brillantes como estrellas en las noches de insomnio y de una foto de mi abuelo que había muerto años atrás después de la Guerra vestido con su traje de gala de guardia civil reconvertido, pues procedía del disuelto Cuerpo de Carabineros —como había sido su padre que llegó a capitán— entre puntada y puntada, mi abuela nos contaba cuentos y sus pequeños ojos verdes brillaban a través de los cristales concéntricos de sus gafas de alambre que parecían las ondas que provoca una piedra al caer a un estanque. Apenas veía ya. No sé si se los inventaba ella, si eran reales o si era mi imaginación infantil la que los creaba en aquel ambiente. Sea como fuere su solo recuerdo aún hoy, tantos años después como para que pudiera haberlos olvidado, me siguen arrancando ese escalofrío desde lo más íntimo. Un miedo, un pavor que sólo puedo explicar como si hubiera sido yo mismo el que hubiera pasado por el trance de la Muerte y Resurrección. Acompañado por el sordo y único sonido de los tambores, en la Procesión del Silencio del Jueves Santo, por un túnel sin fin, por el Calvario… Como la premonición de lo que a todos los mortales nos está reservado, sin remedio, desde la cuna, desde que nacemos; aunque —añado— debamos intentar ser felices en ese siempre escaso tiempo que nos da la vida. Carpe diem os desea un cartagenero hijo de un padre del Centro de la Ciudad y de una madre de su Campo.

 

Aniceto Valverde Conesa

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