LA CABEZA DEL ÁNGEL

Un hombre, antiguo militante comunista y exilado en Inglaterra, ha abandonado sus ideas políticas y vive en la capital londinense bajo la apariencia de un modesto anticuario. Un día recibe la visita de un cliente que conoce su pasado y le hace el encargo de conseguirle una pieza arqueológica, la que sea del siglo I de nuestra Era, de las muchas y valiosas que pueblan el subsuelo de su ciudad natal. El aparente anticuario acepta y, pasados muchos años, vuelve al país y a la ciudad que viven momentos convulsos, en plena Transición política. Ese ambiente convulso se va a trasladar a su esfera personal, a su ámbito más íntimo, al reencontrase con una mujer del pasado.

 

 

 

LA CABEZA DEL ÁNGEL

 

(Crónica del secuestro de una escultura de niño del siglo I d.C.)

 

Para Mabel

 

 

Vine a Mandarache un día plenamente invernal. Hacía veinte años que no pisaba sus calles húmedas del relente, pero aún recordaba esos días de noviembre en que la niebla cubre entera la ciudad y distorsiona los contornos de sus edificios y da una apariencia fantasmagórica a todas las cosas en las frías noches como aquella en la que el expreso de Barcelona me dejó allí. El tren llegó puntual a esa estación modernista y ecléctica que fue diseñada en 1905 por el ingeniero Peyroncely. Los andenes estaban desiertos y del ferrocarril nos bajamos sólo dos personas: una mujer cargada de bultos que buscaba desesperadamente algún mozo en la desierta estación, y yo mismo, que por todo equipaje llevaba una pequeña maleta y oculta bajo mi chaquetón, una pistola. Nadie me esperaba. Volví de un exilio que me había impuesto y sólo para cumplir una misión. Ni siquiera mis ideas políticas me habían forzado a abandonar la ciudad que más he querido en mi vida, aunque ciertamente tuvieron en parte algo que ver en el momento de decidir la partida: quería ver mundo y respirar la libertad de la que entonces no gozábamos los españoles, e imitar de alguna manera la vida de algunos exilados que admiraba. De la misma forma, el hecho de que en ese momento se estuviera produciendo el cambio político, la Transición, tampoco fue el motivo del retorno: a mí ya poco me importaban los ideales políticos, tenía un encargo que cumplir y eso era todo. Creía que ya nada me quedaba en la ciudad a la que volvía, que durante mis años de ausencia había perdido cualquier vínculo con ella. También mi carácter había cambiado y de aquel tipo lleno de ilusiones por mejorar el mundo desde el compromiso político apenas quedaba nada: sólo los contactos, la infraestructura de la resistencia al franquismo que yo pensaba utilizar para cumplir esa misión.

 

En Londres había conocido a un coleccionista de obras de arte llamado O’Brian, un tipo extravagante y rico que estaba interesado en conseguir alguna de las piezas arqueológicas que se estaban encontrando por aquel entonces en la ciudad. Ignoro quién le dio la información, pero sabiendo que yo nací y había vivido en ella una parte de mi vida no dudó en encargarme el trabajo. Tenía que encontrarme con una mujer y me dijeron un nombre, Rebeca Morales, falso por supuesto, un lugar y una fecha en la que la cita tendría lugar. Yo había empezado a dedicarme a estas cosas, después de buscarme la vida de casi todas las maneras posibles, para ayudar económicamente a la resistencia política, como hicieran durante la Guerra Civil Anthony Blunt, un doble agente británico que trabajó para los servicios secretos soviéticos, y Tomas Harris, del MI6 (servicio secreto británico) y experto en arte español, con algunos cuadros y otras obras de arte vendidas a la Galería Nacional de Canadá con el objetivo de financiar al Ejército republicano. Pero en esos momentos yo era un profesional del contrabando que poco tenía que ver con ningún ideal salvo el del dinero fácil. Era un hombre frío, escéptico, tal vez estaba desengañado.

 

 

La persona con la que iba a contactar trabajaba en ese edificio que por iniciativa de Julio Mas se convertiría en el Museo Nacional de Arqueología Marítima de la ciudad (inaugurado oficialmente en 1980), que estaba situado muy cerca de uno de los faros de la bocana del puerto, ese faro que llaman de Navidad, y al que se llegaba pasando por el muelle del Espalmador y el desguace de barcos. Ella, que me esperaba a mí también bajo un nombre supuesto –Isidro Ortega-, debía saber quién me podría facilitar la pieza que O’Brian quería conseguir.

 

Y a aquel lugar me dirigí nada más poner el pie en la ciudad de Mandarache en aquella fría noche del mes de noviembre de 1977.

 

Un día antes, la madrugada del domingo 13, el palacio de La Moncloa fue ametrallado por un grupo de involucionistas mientras su inquilino, Adolfo Suárez, dormía en alguna parte de la provincia de Murcia.

 

 

 

II

 

 

 

Los faros del automóvil penetraban la noche como dos conos de luz, como las antenas de un insecto luminoso que fueran tanteando alternativamente ese lugar en el que se juntan el cielo y el mar, la línea del horizonte, la lejanía, y los restos de los barcos naufragados en el desguace que había a la vera de la estrecha carretera. Me bajé al llegar a la puerta del edificio del museo y encendí un cigarrillo. Miré el reloj y era la hora convenida. Detrás mía una voz de mujer que me resultó familiar aunque perdida en algún remoto lugar de mi memoria, dijo: “Soy Rebeca Morales. ¿Es usted Isidro Ortega?”

 

-Así me llaman –contesté dándome la vuelta hacia el lugar desde el que provenía la voz y entreví en la niebla una silueta de mujer. Pero fue ella la que primero me reconoció:

 

-Por Dios, Sebastián, ¿qué haces tú aquí?

 

-Yo soy Isidro, el que esperabas –contesté.

 

-Ha pasado mucho tiempo –dijo ella con el impacto aún de la sorpresa.

 

-No has cambiado nada, Begoña. –Y besé cada una de sus mejillas mientras recordaba que veinte años antes, aprovechando la oscuridad entre los huecos del rompeolas del faro, ella y yo nos habíamos amado.

 

-¿Qué ha sido de ti en todo este tiempo? ¿Cómo has venido a parar otra vez aquí? –preguntó ella.

 

-Ya ves, cosas de la vida –contesté –que es tan variable como la mar.

 

Nos subimos a su coche, la humedad amenazaba con agarrotar hasta la médula de nuestros huesos. Le dije: “He vuelto y eso es lo que importa”.

 

-Ha pasado mucho tiempo.

 

-No he podido olvidarte.

 

Y ella se encogió de hombros sin saber qué decir, o simplemente pasando de mí.

 

Oye –dijo tras una pausa-, yo no me dedico a lo que te ha traído aquí. Sólo he colaborado a veces. Y de eso hace también bastante tiempo. Ya no es necesario.

 

Eso es lo que crees –dije yo de forma cínica-, pero las cosas siguen igual. Nada ha cambiado y debes ayudarme. Por los viejos tiempos.

 

–   No puedo prometerte nada. Sólo intentarlo –dijo finalmente.

 

 

III

  

Begoña me llevó en su coche a la ciudad. Seguimos hablando durante todo el camino. Tomé una habitación en un hotel de segunda categoría lo más cercano posible al puerto, un hotel que ella me indicó y en cuya puerta me dejó aquella noche. Una vez allí, tendido sobre la cama y mirando el techo desconchado, como en un sueño, volvieron a mi memoria esos años atrás cuando el Loren y yo nos íbamos todas las tardes al puerto. Allí mirábamos los barcos y soñábamos con embarcarnos algún día en uno. Sobre todo eran los veleros los que atraían nuestra atención. Especialmente le gustaban al Loren, pero luego él hizo Historia y nunca más quiso saber nada de barcos. A mí sí que me habían entrado esas ansias de partir. Entonces no me di cuenta, pero luego ha sido una constante en mi vida. Irme para luego volver, y volver a marcharme, siempre en movimiento. Por aquella época, veinte años antes, habíamos conocido a María Dolores y a Begoña. En realidad era el Loren el que las conocía de antes, por lo menos a la que se llamaba María Dolores. Begoña venía de Murcia y su madre había muerto hacía no mucho tiempo. Esa ausencia marcaría su carácter, que a pesar de todo era muy alegre, y la había hecho quizás algo más liberal de lo que se acostumbraba en aquella época en que nos habíamos conocido. Empezamos a salir con ellas a las tascas. Con un poco de dinero

 

podías tomarte unos vinos de pasas en el ‘Rey de Copas’ y algunos antros así que había cerca del puerto. Poco más. El Loren y yo, antes de quedar con María Dolores y Begoña, nos sentábamos en los Héroes de Cavite, en lo alto de la estatua, al lado de la figura de un marinero de aquella batalla, de cara al mar, fumando, yo hablándole de política, de la revolución del proletariado y de que algún día no muy lejano habría de volver la República, y él mirando los barcos. “Algún día me iré en alguno”, decía el Loren. Y sin embargo luego fui yo el que un día partió para no volver en todo aquel tiempo.

 

 

Recordaba también las últimas palabras de Begoña, la falsa Rebeca Morales, mi contacto, en el camino de vuelta desde el faro a la ciudad:

 

-Ha pasado mucho tiempo.

 

– Sólo puedo intentarlo –había añadido-. Te presentaré a alguien que quizás pueda ayudarte.

 

Me quedé dormido vestido sobre la cama del hotel con la imagen de Begoña impresionada en mi retina.

 

Aquella misma noche brumosa la silueta de un hombre bajo y ancho, con un hombro más alto que otro, se deslizaba entre las vallas metálicas que cerraban una excavación arqueológica en la calle de los Cuatro Santos. Al pasar bajo la tenue luz de una farola se pudo apreciar que sacaba de allí un objeto pesado envuelto en una manta militar. Su sombra huyó hacia el cerro por el callejón de la Soledad o la calle Don Matías.

 

 

 

 

IV

 

Tal y como se había comprometido Begoña me llamó por teléfono al hotel, dos días después de nuestro primer encuentro, y me dijo:

 

-Hay algo que tal vez te interese. La encontraron en la calle Cuatro Santos; es la cabeza de una estatua de un niño- Su voz, como todo su aspecto de mujer anacrónica, intemporal, apenas había cambiado desde que era poco más que una chiquilla de pelo rizado-. Está muy bien conservada. Puede ser lo que andas buscando.

 

-Espero que sea así –contesté yo oyéndome pronunciar cada una de las sílabas como si fuera otro el que dijera esas palabras, pero en mi ánimo no había rudeza ni exigencia alguna hacia Begoña. .

 

-He quedado con él para comer. Ven y os pondré en contacto.

 

Dejé el maletín que O’Brian me había dado escondido dentro del desvencijado armario de mi habitación lo mejor que pude. Tomé una ducha, me vestí, cogí la pistola, la vieja cámara fotográfica Lubitel y algún dinero y llamé a un taxi desde el hotel. Cuando me subí al automóvil le dije a su conductor que me llevara a Santa Lucía.

 

 

Allí conocí a un hombre llamado Maeso, que trabajaba de peón de arqueólogo, un tipo más bien regordete, con un hombro más alto que otro y que andaba como un viejo marinero, como si se hubiese pasado la vida embarcado en una de esas motoras de traqueteo

 

incesante debido al motor de gasóleo. Precisamente el lugar convenido para aquella cita era la Casa del Pescador, en ese barrio castizo que los mandarachianos llaman la Isla. Maeso se mostró correcto durante toda la comida; más bien de pocas palabras, me daba a entender que se había encontrado la pieza él mismo y la había escondido en un lugar seguro, y que en realidad no era producto de un robo en el yacimiento en el que estaba trabajando en la calle Cuatro Santos de la milenaria ciudad. A mí me era indiferente ese tema, pero el tipo no era tonto y sabía que aquello tenía su valor, aunque lo hubiera robado ante las narices de la autoridad. Begoña, a la que dirigía miradas en busca de asentimiento o algún tipo de complicidad, se había puesto una falda más bien corta que le sentaba fenomenal y que me excitaba. Yo me preguntaba si el tipo y ella, no en aquel momento por supuesto, de eso estaba casi seguro, pero antes, habrían tenido algo que ver. La sola idea me hacía rebelarme contra mi propia estupidez de tantos años, desde aquella última vez que le dije adiós en la Plaza del Rey para no volver a verla en esos veinte últimos años, y por no haber intentado siquiera llevarla conmigo en mi exilio, en esa larga ronda que había dado por el mundo hasta establecerme en Londres bajo la apariencia de un modesto y honrado galerista. La operación que me había llevado hasta aquella ciudad se estaba convirtiendo en algo personal debido a la presencia de Begoña. El tipo duro, frío y calculador en que me había convertido se deshacía por momentos como se destruyen los castillos hechos en la arena de la playa cuando sube la marea. Y eso era peligroso.

 

Después de comer exigí a Maeso que nos condujera al lugar donde se encontraba la pieza.

 

 

 

 

 

V

 

La cabeza estaba metida en un cajón de madera, entre papeles de periódico que aparté para mirarla detenidamente. No cabía duda: era una pieza excepcional del siglo I d.C. que, como ya me había dicho Begoña, había procedía de las excavaciones de la calle Cuatro Santos. Estaba perfectamente conservada, sólo tenía algunos rasguños, aunque había perdido casi la mitad de su parte posterior. Representaba la cabeza de un niño noble ceñida por una corona de laurel. Estaba ejecutada en un estilo totalmente clásico, con semblante pensativo y mirada lejana, como melancólica. Un ángel que habría servido sin duda de modelo a artistas posteriores del Renacimiento, tal era la perfección de sus rasgos clásicos.

 

-Ya te dije que podría merecer la pena –comentó Begoña mientras yo tomaba unas fotografías de la pieza con la vieja Lubitel. Maeso permanecía en la esquina de aquel oscuro y perdido almacén del muelle, como vigilante, expectante por ver cuál era mi reacción: una satisfacción que como buen profesional y duro negociador no me permití darle. Yo ya había intervenido en muchas operaciones de este tipo por cuenta del comité del partido, y aunque ahora ellos no tenían nada que ver y actuaba por encargo de O’Brian y en busca de mi propio beneficio, no olvidaba las reglas elementales del negocio, y de entre ellas la principal: nunca mostrar entusiasmo por nada. Begoña añadió: “Podría representar al emperador Augusto cuando era niño. O tal vez sea la propia imagen de Nerón adolescente. De una forma idealizada en cualquier caso”.

 

-¿Cenarás conmigo esta noche?- dije cambiando de conversación y obviando total y absolutamente la presencia de Maeso mientras cerraba el arcón donde estaba la cabeza de mármol.

 

-No estoy segura de querer- repuso Begoña.

 

-Hay algunos aspectos del trato que tenemos que discutir- insistí.

 

Maeso caminaba lentamente hacia nosotros con ese andar a saltos que le imprimía un aspecto de pirata venido a menos. “El precio es lo que tiene que decirme que está de acuerdo, y cómo me va a pagar”, dijo tan torpemente como andaba.

 

-Hablaremos de eso cuando tenga claro cómo sacar la pieza del país. Mi cliente no quiere problemas- di una calada al cigarrillo, y añadí:- No tenga cuidado por el dinero, Maeso, está tratando con gente seria.

 

Pero yo ya sabía cómo llevarme aquella pieza excepcional: de la misma forma que en aquella época se estaban evadiendo capitales del país. Un año antes, en 1976, además de producirse una subida espectacular de algunos productos básicos como el café, los transportes, el impuesto de circulación y de los taxis el Banco de España puso en circulación los billetes de cinco mil pesetas. El profesor Ramón Tamames, que participaba en aquellos momentos en una mesa redonda organizada por la Cámara de Comercio de Murcia, afirmaba:

 

-He hecho mis cálculos y llego a la conclusión, teniendo en cuenta el peso del papel-moneda, que será posible evadir de cinco a seis millones de pesetas, que pesarán lo mismo que el millón que se evade ahora. El año pasado –agregó el economista- pudieron salir del país, en la ilegalidad más absoluta, el equivalente a cuatrocientos millones de dólares.

 

En ese mismo año, 1976, dos mil trabajadores de la empresa nacional Bazán, en Mandarache, se manifestaban por las calles de la ciudad y entregaban al delegado de la organización sindical un escrito con los diez puntos que reivindicaban para su convenio.

 

Yo entonces lo tenía fácil: sacaría la escultura del país de la misma forma que otros evadían capitales.

 

Pero ante Maeso tenía que mostrarme duro y con reservas para que no se creyera que me había deslumbrado, para obtener el mejor trato y agrandar mi comisión en el negocio. Además quería entenderme con Begoña, implicarla a ella y apartarlo a él lo máximo posible. Por eso dije a Maeso que tenía que pensarlo y que ya tendría noticias mías a través de Begoña en unos días. Así que salimos de allí

 

mientras yo seguía insistiéndole para que cenara conmigo hasta que ella accedió, pero disculpándose para esa noche con el pretexto de un compromiso previo, quedamos en hacerlo varios días después. Ella me avisaría.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VI

 

Salí de ese hangar donde estaba la cabeza del ángel realmente impresionado por su belleza. Caminé por el muelle desierto en esa noche brumosa. Los recuerdos se mezclaban en mi cabeza. El tiempo pasado con Begoña, breve pero intenso hacía tantos años, y la posibilidad de volver a tenerla conmigo, de poseerla otra vez aprovechando la casualidad, el azar que nos había hecho reencontrarnos, y la maravilla que había resultado ser el objeto también perdido en la memoria de los hombres, un objeto igualmente perteneciente al pasado, de incalculable valor y por el que, casi sin ningún género de duda, podría llegarse al asesinato.

 

O’Brian era el coleccionista que me había contratado esta vez. Me había dicho que tenía que conseguir esa pieza a toda costa cuando le informé de su existencia. Tomé mis precauciones y le telefoneé desde una cabina y se lo comuniqué con las palabras en clave convenidas y además en un inglés casi perfecto. Quedé con él en remitirle por correo una de las fotografías que había tomado de la pieza. La operación ya nada tenía que ver con los ideales que en otras ocasiones me habían llevado a situaciones semejantes. Yo era

 

un profesional que había vuelto a desembarcar en la ciudad en los albores de la Transición política, a punto de cumplirse los dos años de la muerte del dictador, cuya presencia, no obstante, aún se percibía como una pesada sombra, un lastre que pudiera impedir cualquier apertura hacia una democracia verdadera. Todavía existían organizaciones políticas no legalizadas. Eran los tiempos en los que en la consulta del doctor Diego Pérez Espejo, en la calle del Carmen, se reunían los representantes de las distintas ideologías democráticas; de la asociación Abraxas y otros movimientos culturales y políticos así que formaban un ambiente convulso, inquieto, de movimiento, de ilusión en las gentes a pesar de que aquel espíritu del general en superlativo aún se podía palpar en la vida del país entero y también en la de esa ciudad que me dediqué a recorrer durante aquellos días, volviendo a sus rincones mágicos, deseados e idealizados por mí durante mis años de ausencia.

 

 

Las paredes de las casas y las calles estaban llenas de los carteles y pasquines de las primeras elecciones democráticas que se habían celebrado en junio de aquel año, 1977, y de las que resultaron las Cortes constituyentes, las que tendrían por misión redactar la primera verdadera Constitución desde la de 1931. De vez en cuando pasaban coches con altavoces pregonando eslóganes y haciendo sonar canciones que entonces significaban esperanza, confianza real en la posibilidad de un cambio social dentro de ese aire dinámico que se respiraba. Y yo, aunque había cambiado y era más escéptico que años antes, sin dejar de ser un republicano visceral como lo había sido mi padre que sí que fue represaliado y a punto estuvo de ser fusilado tras la Guerra, caminaba por la ciudad de mi infancia y juventud sin poder evitar contagiarme de ese ambiente. Con más ilusión por ese rejuvenecimiento de mis sentimientos hacia Begoña, del deseo de su cuerpo, por esa expectativa de volver a vivir lo vivido

 

junto a ella, veinte años antes, cuando apenas era poco más que un muchacho lleno de todas esas ilusiones políticas que me hicieron abandonarla para servir en cuerpo y alma a la causa.

 

 

Mi intención era pasar desapercibido, no tenía ningún pensamiento de contactar con ningún miembro de aquellos movimientos, siempre que no me fuera imprescindible para, aprovechando la infraestructura creada durante la clandestinidad, obtener nuevos documentos falsos en caso de que tuviera que cambiar de identidad o buscar algún refugio alternativo. Si hubiera sido necesario lo hubiera hecho sin el menor escrúpulo, yo ya había servido al partido en muchas ocasiones ¿por qué no me iba a servir a mí la organización ahora? Pero no era preciso. El control sobre el patrimonio arqueológico por aquel entonces era poco menos que inexistente. De todas formas otra cosa era llegar con la pieza a Londres, en cuya aduana me podrían hacer toda clase de preguntas incómodas sobre su procedencia. Pero yo encontraría, sin duda, el modo de hacérsela llegar a O’Brian y conseguir unas cuantas libras esterlinas por mi comisión, cumpliendo el encargo que éste me hiciera.

 

 

Eran las ocho de la noche de mi tercer día en la ciudad, miércoles dieciséis de noviembre de 1977. Después de caminar un rato por sus calles como venía haciendo en esos días, cogí un taxi al llegar a la altura de la plaza del ayuntamiento y le pedí que me llevara a La Manga. Quería buscar un alojamiento discreto por si en un momento determinado me hacía falta dejar la habitación del hotel en la ciudad. La carretera estaba desierta y no tardamos en tener a la vista las escasas luces que en invierno procedían de esas viviendas

 

cercanas al Mar Menor. Le dije al taxista que pasara por Cabo Palos. Tenía la certidumbre de que allí lo encontraría.

 

 

 

 

 

 

VII

 

Quería volver ver a mi amigo de los viejos tiempos, al Loren. Mi colega de correrías por la ciudad y en el verano en Cabo Palos; mi camarada político, al único al que yo le confesaba mis inclinaciones, las ideas y proyectos que tenía. Pero el se olvidó pronto de los discursos que yo le soltaba y también de los barcos veleros en los que íbamos a huir enrolándonos a cambio sólo de la comida y el porte. Estudió Historia y se dedicó a la pintura, que es lo que siempre le había gustado, y era ya un artista de cierto renombre. Su padre había sido pescador, vivían en Cabo Palos y allí montó una pequeña tienda de ultramarinos al retirarse. Así mejoró la situación económica de la familia y gracias a ello el Loren pudo seguir estudiando. Él tenía una habitación independiente aunque al lado de la vivienda de los padres, la que a su vez estaba sobre la tienda. En otro tiempo, en aquella época a la que mi memoria se retrotraía sin parar, veinte años antes, aquella habitación había estado en parte decorada con pósters de veleros y otros con alguna consigna de tipo político, más o menos camuflada, como aquella litografía de la paloma de Picasso a cuyo alrededor disimuladas en unas formas de greca se podían leer las palabras: “Viva Alberti. Viva el Che”. Era donde nos reuníamos con el resto de la panda, el Rafa, el Miguel, el Perico y todos los demás, para tener todas esas conversaciones filosóficas y políticas bebiendo litros de cerveza o vino peleón y fumando tabaco negro sin parar. Recordando cuánto habían sufrido nuestras familias durante

 

los años de la posguerra, el hambre, la represión. Lo mucho que nos habían repetido nuestros padres el esfuerzo que a ellos les había costado darnos una educación y hasta algo que comer todos los días. Cómo nosotros íbamos a cambiar el mundo y luchar contra la dictadura desde la política y sobre todo, a fin de cuentas podíamos considerarnos unos privilegiados socialmente, desde el arte. En una esquina, junto a la ventana, el Loren tenía puesta una cabeza de maniquí con una peluca y unas gafas redondas que habían sido de su abuelo, parecidas a las que luego usaría John Lenon. La llamábamos Era, nuestro prototipo de mujer. La mujer inexistente, que según decía el Juanjo cuando se le subía el alcohol a la cabeza, tenía los ojos de garrapata y se parecía a la constelación del tigre de Manacoa. En ese lugar aquel verano de hacía veinte años Begoña y yo habíamos pasado nuestra primera noche juntos gracias a que el Loren nos dejó allí y se fue a dormir a la casa de sus padres.

 

Había luz en la ventana cuando llegué y despedí al taxista. El ruido del motor diesel desapareció calle abajo cuando alguien abrió la puerta.

 

-Pasa, no te irás a quedar ahí toda la noche –dijo, como si estuviera esperándome, como si aquel encuentro fuera la consecuencia de una cita previamente concertada y no el producto del azar.

 

-Sabía que volverías alguna vez. – Yo sorbía el whisky que me había puesto y miraba detenidamente el cuadro que el Loren debía estar pintando momentos antes de mi llegada-. Lo último que supe de ti es que estabas en Londres y que ya sólo te interesa el dinero. Todos terminamos por volver.

 

Asentí con una sonrisa cínica a lo que dijo del dinero. El Loren se levantó de su silla y acercándose al cuadro añadió: “¿Te gusta?”, sin esperar mi respuesta agregó: “Más versiones de Era. No he pintado otra cosa en mi puñetera vida”, y soltó una breve carcajada.

 

Era cierto, la habitación no estaba más que llena de retratos de mujer. Sin duda se había convertido en su obsesión, una obsesión creativa que daba frutos prodigiosos. Algunos de aquellos cuadros debían ser lo mejor de su producción artística.

 

-¿Cuánto hace que no expones? –pregunté.

 

-Por lo menos tres años –contestó el Loren-. Me importa un bledo la gente. A tomar por el culo. Ahora pinto lo que me da la gana.

 

-¿Y la causa? La política, ¿qué?

 

-Son todos unos traidores. El comunismo es un fracaso. No hay libertad en la Unión Soviética ni desaparecerá nunca el Estado. Ni aquí volverá la República.

 

-Y tú ahora te has puesto del lado del sistema.

 

-A mí ya no me importa nada la política, ni los viejos sueños de juventud. El arte es un fin en sí mismo. Quiero que me dejen pintar en paz. La búsqueda de la belleza es lo único que merece la pena.

 

Había perdido totalmente el interés por mostrar su obra al público y podía permitírselo: se había ganado ya cierta fama y sus cuadros se cotizaban más cuanto más excéntrico y huidizo se mostraba él. Había vuelto a Cabo de Palos y allí se dedicaba a trabajar en soledad durante el invierno. El verano lo pasaba fuera,

 

cada año en un sitio distinto. Un día antes, al bajar a la ciudad a comprar unos colores y pinceles como hacía diariamente años antes para estudiar y mirar conmigo los barcos en el puerto, supo por Begoña que yo estaba allí. Por eso él sabía que en algún momento yo iría a verlo y de alguna manera me estaba esperando.

 

-Todos volvemos alguna vez –repitió.

 

Seguimos bebiendo y hablando de los viejos tiempos, sobre todo de Begoña, de lo preciosa que estaba y de que lo había sido siempre, hasta bien entrada la madrugada. Le hablé de la cabeza del ángel y de la operación que me traía entre manos. Quedamos en que si me hacía falta podría refugiarme allí, en su casa. Aunque lo cierto es que había cambiado mucho y me fue difícil reconocer en él a mi viejo amigo.

 

Volví a la ciudad con las primeras luces del amanecer.

 

 

 

 

 

 

 

VIII

 

 

 

 

Dormí hasta media tarde en que me despertó el timbre del teléfono. Era por fin la llamada de Begoña diciéndome que había encontrado un hueco para cenar conmigo. Era jueves, diecisiete de noviembre.

 

-¿Dónde me vas a llevar? –le pregunté.

 

-A un sitio de los que te gustan –contestó –.Al menos antes sí que te gustaban. Y es muy discreto.

 

Se trataba de una venta en una de las carreteras por las que se va a una de las pequeñas poblaciones o diputaciones del Campo de Mandarache. Y desde luego que el sitio era de mi agrado: me bastaba con que estuviera ella, lo demás me era del todo indiferente. Cada vez estaba más loco por volver a estar con ella.

 

-Begoña, estás igual que siempre. O todavía mejor que entonces.

 

-No me vengas con cumplidos tontos –dijo ella-. Recuerda que fuiste tú el que rompió conmigo.

 

-Tú sabes que eso no es del todo cierto – repliqué -. Como un idiota creí que ése era el sacrificio que la causa exigía de mí.

 

-Lo que has sido siempre es un poco cabroncete –dijo ella ya con una sonrisa que a mí me llegó al alma.

 

-Nunca quise dejarte. Ni nunca te he olvidado.

 

-Como que te habrás estado quietecito todo este tiempo. No me hagas reír.

 

-Es verdad lo que te digo, Begoña, siempre te he querido.

 

-Has tenido una forma muy original de demostrarlo estando veinte años sin aparecer.

 

-Eso ya te lo explicaré.

 

Yo sabía que ella debía seguir sintiendo algo por mí. Se hacía de rogar y tenía todo el derecho del mundo. Se había convertido en toda una mujer, una mujer muy hermosa que me estaba volviendo loco de deseo, obsesionado con volver a poseerla.

 

Terminamos de cenar y me llevó de nuevo al hotel en su coche.

 

-Sube a tomar la última copa –le dije. Y me sorprendió aceptando esa invitación que le hice casi a la desesperada.

 

Ya en la habitación puse dos whiskies y me senté junto a ella. Empecé a acariciarle el pelo, su cabeza también de ángel. Le di un beso que fue apenas un roce de mis labios en los de ella. Mientras, hacía descender suavemente la palma de la mano por su mejilla y con el pulgar le retiré una lágrima de los ojos. Ella ladeó la cabeza para apoyarla sobre mi otra mano. La besé de nuevo con algo más de pasión y le llevé la cabeza hacia mi hombro. La abracé con más fuerza. Hice descender la mano sobre la espalda de ella. La fui desnudando. Noté cómo un escalofrío la sacudió por dentro y la hizo abandonarse, ya definitivamente, a las caricias, como si el tiempo se hubiera congelado en aquel instante, condensando toda la ternura del mundo y nunca hubiéramos estado alejados. Besé sus pechos, recorrí sus muslos y su sexo húmedo, y fui notando cómo ella se iba abandonando al placer. “Idiota, yo te quería”, susurró mientras yo entraba en ella.

 

Hicimos el amor una y otra vez, frenéticamente, con un deseo contenido durante años, como si yo no hubiera deseado nunca a nadie más en la vida, como si me hubiera pasado todos esos años nada más que deseando que llegara el momento de reencontrarme

 

con ella, de volver a hacerla mía, de poseerla. Y sin embargo notaba que su cuerpo se escapaba de entre mis brazos y que en realidad no era ni podía volver a ser mía, ya no me pertenecía.

 

Y en los intervalos de fumar un cigarrillo me hablaba, en la cama, como si no hubiera pasado el tiempo, como si yo hubiera estado siempre allí, junto a ella. Me hablaba también de la gente que había compartido con nosotros parte de sus vidas, como si yo nunca hubiera perdido el hilo conductor, la noticia de esas existencias. Me contó que después de mi marcha estuvo un tiempo saliendo con el Loren, más por despecho hacia mí que porque realmente él le atrajese, y porque estando con mi amigo era como si algo mío aún le perteneciese. Y que después hubo otros hombres, y que se había casado y que no salió bien y que ya no vivía junto a ese tipo, su marido.

 

Y yo le dije que tal vez nunca debía haberme marchado, que nunca debí haberla dejado. Que me sentí vacío y perdido, pero que había creído que era necesario, que era mi deber en aquellos momentos en que tenía que romper todas mis ataduras. Que me había buscado la vida de casi todas las maneras posibles hasta conseguir entrar en contacto con la organización en Francia. Y que había vuelto al interior –como llamaban al país- en muchas ocasiones por encargo de ellos, con el mayor sigilo para cumplir las misiones que me encargaban, y que una vez tuve que matar a un hombre. Que nunca antes había vuelto a Mandarache. Y que ya no creía en casi nada. Que había aceptado el encargo que me llevó hasta allí para retirarme definitivamente y no volver nunca más al país. Y le pedí, en aquella nueva ocasión que la vida nos ofrecía, que viniese conmigo, que lo dejase todo para estar juntos para siempre.

 

Cuando me desperté a mi lado en la cama sólo había otra vez el vacío de su ausencia.

 

 

 

 

 

 

IX

 

 

 

El cuerpo sin vida de Maeso fue encontrado a las 7.30 horas del sábado día 19 de noviembre de 1977 al pie de la Muralla del Mar sin signos aparentes de violencia. Un trabajador de la Junta de Obras del Puerto halló el cadáver. Los periódicos locales del día siguiente hacían una breve referencia al suceso: “Un hombre cuya identidad no ha trascendido fue encontrado sin vida en la Muralla. Las primeras hipótesis apuntan hacia el mundo de la prostitución o las drogas, según la policía”. El teléfono del hotel sonó y Begoña, de quien no había sabido nada desde la madrugada del 18, al otro lado de la línea, me daba la noticia que traía el periódico. Ella enseguida supo que se trataba del arqueólogo. Me vestí lo más rápido que las brumas del alcohol me dejaron. Esto puede ser un maldito incidente que joda la operación, pensé cuando ya estaba en la calle aún mojada por el relente y caminaba al encuentro de Begoña. Era domingo 20 de noviembre, se cumplían dos años de la muerte del dictador y aquella madrugada alguien había entrado a robar en mi habitación.

 

Tenía muy presentes las palabras que me había dicho el Loren varios días antes. “Si consigues esa pieza, macho, habrás dado el golpe de tu vida”. Y él se había convertido en un experto. Ya lo he contado: él estudió Historia, especializándose en el periodo romano o en general en la historia antigua, aparte de ser un pintor ya de cierto

 

renombre. No como Maeso. Alejandro Maeso, que ahora estaba muerto, era sólo un peón de arqueólogo sin escrúpulos, que se había contratado en aquellas excavaciones para robar alguna pieza, lo que había hecho aquella noche brumosa en que yo volví a Mandarache. Un bribón que había cambiado el escondrijo de la cabeza del ángel, esa pieza que yo tenía que conseguir como mi última misión, la que me permitiría no tener que trabajar más y poder pasar una página de la historia de mi vida definitivamente. Ya no tenía edad, pensaba, ni ganas de jugármela más por nada ni por nadie. Quería volver a Londres, donde me esperaba mi pequeña galería de arte y mi modesta casa de las afueras, llevar en lo sucesivo una vida sin complicaciones, y en esos planes entraba también la presencia de Begoña. En realidad tampoco me hubiera sido tan imprescindible aceptar el encargo de O’Brian. Pero él y sus secuaces habían insistido: “Usted es el único capaz de cumplir esta misión”, eso habían dicho. “Ya no soy el mismo de antes”, les había contestado yo. “Nadie conoce mejor el terreno que usted, Valle”, insistieron. “Tengo que pensarlo”, había dicho por fin fríamente, sin inmutarme por la velada amenaza que hicieron de desvelar mi pasado, aquella vez que tuve que matar a un hombre que había traicionado a la organización. Pero cogí el pasaporte y los billetes de avión y tren que me tendieron y la maleta con el dinero. Y así acabé volviendo a una ciudad que hacía veinte años no pisaba, con una mujer que era como un renacimiento de mi pasado y a la que quería recobrar a toda costa.

 

 

-¿Por qué te fuiste la otra noche?

 

-Quería estar sola. Hacía tiempo que no estaba con un hombre.

No sé si hice bien.

 

Caminábamos por la plaza de San Francisco en la que había bastante ambiente, la gente paseaba y tomaba el tibio sol de aquel frío otoño que daría paso a un duro invierno. Ella iba ligeramente separada de mí, muy pensativa.

 

-¿Qué vas a hacer ahora? –me preguntó por fin.

 

-Tenemos que encontrar esa escultura donde quiera que esté – contesté-. El mismo que haya matado a Maeso y entrado a robar en mi habitación debe saberlo. Tengo que ir a la Comisaría de policía.

¿Paso luego por tu casa?

 

 

 

-Tal vez esté allí–contestó ella manteniendo esa resurgida ambigüedad conmigo tras aquella noche que pasamos juntos-. Ya sabes la dirección.

 

 

 

 

 

X

 

La verdad es que yo ya conocía al inspector Peláez cuando me lo quisieron presentar. Él ya no se debía acordar, pero más de veinte años antes habíamos compartido las mismas aulas del viejo instituto Isaac Peral. Fue durante poco tiempo y no habíamos sido amigos, pero yo jamás olvido la cara de alguien ni su manera de mirar. Chencho Peláez observaba en el momento en que me pasaron a su despacho las fotos de la autopsia de Maeso de la misma forma en que yo lo recordaba mirar los apuntes o al profesor. Una mirada que con el paso del tiempo se había vuelto más penetrante, inteligente, y que

 

se había acostumbrado a indagar, a desentrañar lo más insólito y extraño.

 

En principio estaba allí, en Comisaría, por una casualidad sólo aparente, pues el azar propiamente no existe y nada ocurre sino porque así estaba predestinado a suceder. Al día siguiente de haber pasado la noche con Begoña salí como de costumbre por la ciudad. Era el dieciocho de noviembre y ya de noche pues había estado durmiendo casi todo el día. Se me hizo otra vez bastante tarde y volví al hotel en la madrugada del día diecinueve, que era cuando debían haber matado a Maeso, después de haberme bebido una botella de whisky y de haberle contado al barman los problemas sentimentales de un tipo ya maduro: “Un buen amigo mío”, le había dicho al hombre de detrás de la barra, “que le ha dado fuerte por una mujer”. Sin embargo, salvo en ese aspecto que se refería a Begoña, en lo demás no había perdido la claridad de ideas. De hecho pensaba en hacerle llegar ya a Maeso el mensaje de que estaba interesado en la pieza que me ofrecía, en esa maravillosa cabeza de ángel. “Mañana llamaré a Begoña para verla de nuevo y decirle que me concierte otra cita con el arqueólogo”, pensé cuando me echaba sobre la cama. Pero fue ella la que me telefoneó con la noticia de la muerte de Maeso.

 

Cuando esa madrugada volví al hotel bien empapado de alcohol, alguien había entrado en mi habitación forzando la puerta. No se llevaron nada, pero todo estaba revuelto como si él o los intrusos hubieran estado buscando algo en concreto. El servicio de habitaciones encontró la puerta destrozada y la estancia en aquel estado lamentable, así que avisaron a la policía. Tenía que acudir a Comisaría unas horas después, me dijeron. Me acosté y dormí un hasta que recibí aquella llamada de Begoña. Estuve con ella un rato y a la una y diez del mediodía de aquel domingo 20 de noviembre en

 

que justamente se cumplían dos años de la muerte de Franco, me presenté en la Comisaría de policía de la ciudad.

 

Peláez era el encargado de la investigación. Me tuvo un tiempo esperando en la antesala de su despacho. Cuando entré en él me asaltó un olor a tabaco rancio y sudor. Un número de la policía me dijo que estaba ante el inspector Peláez. En la pared desnuda, por encima de un estuco de plástico que la cubría hasta la mitad de su altura, había un almanaque con el escudo de la Policía Armada y algunas fotos de mujeres. La mesa era una de ésas metálicas de oficina de color azul verdoso y tanto el sillón que él ocupaba como las sillas de delante de la mesa eran de eskay marrón. Debía ser muy incómodo soportar un interrogatorio sentado en ellas con la luz de eso flexo cegándote. Estaba mirando esas fotos del asunto Maeso y conforme veía una la ponía detrás de las otras como se hace con una baraja. Me dijo que me sentara.

 

-Déjeme su pasaporte, Valle –dijo. Y yo saqué el documento expedido por las autoridades británicas y se lo entregué.

 

-Quiere poner una denuncia -agregó.

 

-No he echado nada en falta –le dije-. De todas formas te agradezco el detalle de llamarme.

 

-Es nuestra obligación –contestó él.

 

 

 

-Tú no te acuerdas ¿verdad? –añadí-. El Instituto ‘Isaac Peral’…aquel curso…hace unos veinte o veintidós años.

 

Pero él no recordaba o no quería recordar.

 

-¿Conocía usted a este tipo? –me preguntó enseñándome una de las fotografías.

 

-No recuerdo haber visto a nadie parecido en mi vida – contesté-. ¿Qué la ha ocurrido?

 

-En su cuerpo se ha encontrado heroína como para matar a un elefante –me dijo como haciéndome una confidencia, y tras una pausa agregó-: Oiga, ya sabemos que usted estuvo hace cuatro días con él en compañía de una mujer. Y me han llegado también informes sobre sus actividades, Valle. Aún me quedan amigos en la político-social. De momento no tenemos nada contra usted, que viaja con pasaporte británico, no sé cómo se las habrá ingeniado con las autoridades de allí. No queremos tener un conflicto diplomático. Y menos en los delicados momentos por los que atraviesa el país. Pero me va a tener informado de sus movimientos mientras esté en la ciudad. ¿Entendido?

 

-No tengo ningún inconveniente, inspector –le dije-. Y menos tratándose de un amigo de juventud como tú –yo seguía tuteándolo casi de forma descarada-. Mira, yo no tengo nada que ver con la muerte de ese sujeto. Sólo he vuelto a la ciudad unos días para recordar viejos tiempos, de turismo. Y para ver a una mujer que fue mi novia más o menos cuando íbamos a la misma clase en el instituto. Sigo siendo un romántico idiota como entonces, Peláez – terminé y el tipo me puso cara de medio convencido aunque me contestó que no tratara de enternecerlo demasiado. Y siguió observando aquellas fotos con su particular mirada.

 

Pero lo cierto es que cuando salí de la Comisaría y me disponía a ir al hotel tuve la certeza de que un automóvil me seguía por el bulevar que discurre paralelo al puerto.

 

 

 

 

 

XI

 

Y mientras caminaba en dirección a mi alojamiento, para cambiarme de ropa, comer algo y dirigirme a casa de Begoña, los recuerdos venían a mi memoria. Veinte años antes yo iba a recogerla casi todos los días a la salida del colegio de San Miguel. Dejaba de ir a la última hora de clases en el instituto para pasar con ella un rato. Ambos hacíamos ya el último curso y ni ella ni yo teníamos claro cuál iba a ser nuestro futuro. Nos íbamos a la Plaza del Rey a sentarnos en un banco al sol del mediodía. El aire se cargaba de primavera en el Mediterráneo y del olor del azahar, juntos éramos felices. Otras veces, cuando no había clases, ya después de la época de los exámenes, subíamos al castillo de la Concepción. Desde allí, cogidos de la mano, tendidos en la hierba, mirábamos toda la ciudad y el mar. Después vino aquel verano en el que pasamos nuestra primera noche juntos en la habitación del Loren en Cabo Palos, cuando ella, que era muy valiente, puso algún pretexto o dijo que pasaría la noche en casa de alguna amiga para no tener que volver con su padre. Yo me sentía orgulloso de ella, de que se me ofreciera de aquella manera tan generosa. Viví los días previos tremendamente agitado, en un estado de excitación continua. Yo tampoco había estado nunca antes con una mujer, al menos no había llegado más allá de los besos y caricias, como con ella, en la oscuridad de algún parque o entre los bloques del rompeolas del faro. Pero ese verano pasó y yo ya no quería seguir estudiando porque me parecía que hacerlo era un

 

camino seguro hacia el aburguesamiento, para ser absorbido por el sistema como les había pasado a mis padres. Siempre a finales del verano o comienzos del otoño se han producido cambios radicales en mi vida. Y aquel año no fue una excepción, aunque lo cierto es que yo llevaba ya un tiempo dándole vueltas a la idea. Me dolió mucho, pero creía que tenía que hacerlo, que tenía que irme de la ciudad en busca de otros horizontes y que para ello debía estar solo. Y aquel día, a la vuelta del verano y cuando ya el otoño comenzaba a teñir de oro los árboles de la ciudad, le dije a Begoña que no podíamos seguir juntos, que me iba para buscarme la vida, aunque la quería. Y allí la dejé, sentada en un banco de la Plaza del Rey, estupefacta, mientras yo caminaba en dirección al puerto por la calle Real. Ni siquiera volví la vista atrás.

 

Y recordaba también que ella, Begoña, me había contado que se había casado unos años después, casi al mismo tiempo que empezó a trabajar en el proyecto de lo que luego sería el Museo Nacional de Arqueología Marítima, con un ingeniero de la central eléctrica o de la refinería. Pero aquello no funcionó. Al poco tiempo dejaron de vivir juntos aunque no podían aún separarse legalmente. No llegaron a tener hijos y de aquella relación sólo le quedó la casa de Ciudad Jardín que ella habitaba: él se marchó destinado a otra ciudad, creo que me dijo que a Tarragona, dejándole a ella la casa y la hipoteca. A ella le gustaba mucho, pasaba largas horas cuidando del pequeño jardín que la rodeaba. Además le proporcionaba la independencia y el espacio suficiente para desarrollar sus dos grandes aficiones: la música y el coleccionismo de obras de arte tanto modernas o contemporáneas como algunas de la antigüedad.

 

Al Loren lo veía de cuando en cuando. Algunas veces él la llamaba y tomaban un café. Era una de las pocas personas con las que el Loren se relacionaba en los últimos tiempos: a la única a la

 

que le contaba sus nuevos proyectos y enseñaba sus últimas creaciones. En realidad el Loren no salía de su aislamiento sino para visitar de cuando a cuando a Begoña en la ciudad. Según ella me contó, se había encerrado tanto en sí mismo que era difícil incluso que quisiera quedar en algún sitio público. No quería dejarse ver, casi se diría que le aterraba la presencia de otras personas. Se había vuelto muy excéntrico y maniático, casi desequilibrado. Pocos días antes de que yo volviera él tuvo que bajar a la ciudad a comprar pinceles o pinturas y ambos, Begoña y él, se habían visto. Él le había prometido regalarle un nuevo retrato para su colección.

 

 

 

 

XII

 

No era de ninguna manera agradable tener el cañón de la Smith & Wesson, un 38 largo, apuntándome. El Loren empuñaba el arma y mi asombro era mayúsculo. No sé cómo había conseguido entrar en mi habitación ya por segunda vez, pero el caso es que allí me había estado esperando tras seguirme desde Comisaría y mientras yo tomaba algo en el ya desierto comedor del hotel. “Venga, vamos”, dijo por fin. Y yo me incorporé y me dispuse a obedecer, qué otro remedio me quedaba. Juntos salimos del hotel y me hizo subir a un coche sin cesar de apuntarme. Me dijo que tomara yo el volante y arrancase. En mi mente se iban hilvanando las secuencias lógicas que definían el porqué de aquella situación rayana en el esperpento o en lo surrealista o absurdo. Mi amigo de la juventud quería acabar conmigo, o al menos ésa parecía su intención al apuntarme con un arma. “Tú siempre has tenido lo que has querido”, afirmó. “Has tenido que volver a joderlo todo”.

 

-No seas imbécil, hombre. ¿Qué es lo que andabas buscando en mi habitación?

 

  • Creía que   la   encontraría  allí   –repuso-.   Nunca  te   has conformado con nada.

 

  • Te has enamorado de ella, ¿verdad?

 

  • Ahora eso no Voy a mataros a los dos.

 

 

 

Estaba claro que había perdido completamente el juicio. Yo iba comprendiendo cada vez más: los retratos de mujer, la idea de ‘Era’, aquella cabeza, aquel maniquí que esos años antes era como nuestro prototipo, nuestra mujer ideal. Él había amado siempre en secreto a Begoña y ni ella ni yo nos habíamos dado cuenta de hasta qué punto eso podía ser así. El breve tiempo que pasaron juntos cuando yo la abandoné, que para ella fue como un juego de despecho, a él no hizo sino agrandarle la herida. Se había convertido en una obsesión que vertía en sus cuadros, en esos insistentes retratos de mujer que tanto parecido guardaban con la propia Begoña. Y luego, encima, estaba la cabeza del ángel, de la que yo mismo le había hablado maravillas haciendo que él la incluyera en su paranoia de la búsqueda de la belleza a cualquier precio. Seguramente había intentado sonsacar a Maeso proporcionándole la heroína que le causó la muerte. Tal vez sólo quería fastidiarme el negocio como venganza por haber vuelto con Begoña cerrándole a él la posibilidad de tenerla alguna vez.

 

 

 

 

La noche de invierno había caído ya y nos dirigimos camino de los muelles. Me hizo detener el automóvil a la entrada del viejo

 

tinglado donde Maeso me había enseñado por primera vez la cabeza de aquella estatua que me iba a arruinar la vida definitivamente. Había un teléfono y desde él llamó a Begoña sin que yo pudiera oír lo que le decía. Mientras, me tenía allí, en ese almacén del muelle, maniatado, intentando convencerlo de que su plan no podía salir bien, de que jamás averiguaría dónde estaba la estatua ni podría hacerla suya. Que alguna vez fuimos amigos y que no entendía por qué me hacía eso. “Nunca fue mi intención hacerte daño”, le dije, aunque en mis palabras no había un ápice de delicadeza. No quería que se compadeciera de mí sino acabar con una situación que ya estaba empezando a fastidiarme. “Vas a acabar mal”, añadí.

 

 

 

 

-No te preocupes tanto por mí –dijo-. Yo ya sé donde está la escultura de marras –y añadió-: Conocí a Maeso hace unos cuantos años. Coincidimos en un cursillo de arqueología que yo hice sólo para dibujar apuntes de esas magníficas esculturas. ¿No te dije que querían contar conmigo para la Junta Municipal de Arqueología? Pero yo no quise mezclarme en eso: quiero las cosas para mí, sólo disfrutar yo. Con lo que tú me contaste sobre la pieza y ofreciéndole unos gramos no me fue difícil sacarle en qué lío andaba metido y dónde podía encontrarla.

 

 

-Y lo mataste.

 

– Eso no estaba previsto. A él mismo se le fue la mano con la dosis. Pero bueno, mejor todavía, así todos los indicios recaerían sobre ti. Te alejaría de Begoña y tendría en mi poder la cabeza del ángel, como tú la llamas.

 

-Lo tenías todo planeado, claro. Sólo que no contabas con que yo tuviera la fotografía de la cabeza para mandar a O’Brian junto con esta carta. Él no te dejaría seguir viviendo: Mandaría alguien a matarte.

 

 

-Eso probaría su existencia y la posibilidad de que alguien llegara a descubrir mis planes de quedarme yo con esa maravilla. Busqué esa prueba en tu habitación la noche en que Maeso murió. Y ahora ya la tengo –dijo arrancándola del bolsillo de mi chaqueta -. No os necesito ya para nada. Sois agua pasada. Historia.

 

 

 

XIII

 

 

 

 

 

 

La puerta del almacén se abrió bruscamente con un chirrido de sus goznes. Entre los contenedores de mercancías se oyó la voz de Begoña decir: “Loren, Loren, ¿dónde estás?” Él contestó: “¡Aquí. Sube, rápido!”. Cuando ella llegó donde estábamos y me vio, dijo: “¡Te has vuelto loco, Loren. ¿Qué se supone que estás haciendo?!”

 

 

-Te dije que te regalaría un nuevo retrato. Te lo voy a proporcionar en vivo -dijo él desencajado, desquiciado por la locura a la que le había conducido su obsesión por la belleza y posiblemente el abuso de algún estupefaciente.

 

 

  • Tú mataste a Maeso, ¿verdad? -afirmó Begoña.

 

  • Lo mismo que voy a hacer con vosotros –contestó él.

 

-¿Y la cabeza?

 

-Ya no me interesa. Yo te quería a ti, Begoña. Nada más que a ti. No te das cuenta –dijo refiriéndose a mí –que él siempre te ha usado para sus intereses. No le has importado nunca. Sólo te ha utilizado. Yo era el único que te quería de verdad. Desde siempre. Pero tú me despreciabas. Ahora pagaréis los dos.

 

Iba a apretar el gatillo apuntándole a ella y después hacer lo mismo conmigo cuando de detrás de un contenedor salió Peláez y de un disparo que le alcanzó en el brazo consiguió desarmarle.

 

 

Ya libre de aquella pesadilla y mientras Peláez y sus hombres se llevaban esposado al Loren, Begoña me contó que cuando se dirigía al puerto tal y como aquél le había pedido por teléfono cayó en la cuenta de lo extraña que había sido esa llamada y más extraño todavía no haber sabido nada de mí en todo aquel día, domingo veinte de noviembre, cuando yo le había dicho que pasaría por su casa una vez terminara en Comisaría y pasara por el hotel a cambiarme de ropa y tal vez comer algo. Recordó que Maeso tenía una caseta en un lugar llamado la Algameca Chica. De hecho alguna vez la llevó allí con el pretexto de ver alguna obra para luego insinuársele de forma descarada. Decidió, sobre la marcha, cambiar su rumbo y dirigirse en primer lugar hacia aquel poblado de chabolas metálicas. “Sebas es posible que ande por ahí en busca de esa maldita escultura”, pensó en aquellos momentos. “Lo recogeré e iremos a ver qué quiere el Loren”.

 

 

 

 

 

Al llegar a esa caseta de la Algameca, siguió contándome, encontró allí a Chencho Peláez, quien también estaba tras la pista de ella, y no a mí como había supuesto. Él había conseguido encontrar la cabeza del ángel desaparecida, escondida en la casa de Maeso. No le fue difícil pues, por extraño que parezca, aquella propiedad constaba a su nombre y por ello había decidido inspeccionarla por simple rutina, sin sospechar que en ella iba a estar la clave de su muerte. Juntos acudieron luego al tinglado donde el Loren me tenía a

 

mí retenido. Begoña no había dudado en aliarse con Peláez –tampoco le cabía otro remedio- al descubrir la traición del Loren, que le había mentido en su conversación anterior: él no tenía la escultura y yo había desaparecido. Algo raro estaba pasando y ella intuyó el grave peligro que yo corría. Entró en primer lugar en el almacén donde estábamos el Loren y yo, seguida de Peláez, que se escondió tras un contenedor, desde donde escuchó la confesión del Loren y consiguió quitarle el arma cuando estaba a punto de acabar con nuestras vidas: me libró de aquel perturbado que una vez, muchos años antes, fue mi amigo.

 

 

 

 

 

 

 

XIV

 

 

 

Begoña y yo quedamos libres de cargos ya que no existían pruebas de que hubiésemos querido sustraer un bien del patrimonio arqueológico. Además el asesinato de Maeso estaba resuelto y su autor encerrado. La operación se había frustrado y O’Brian se quedaría sin su pieza arqueológica, pero ya encontraría otra obra y otro tipo dispuesto a hacerle el trabajo sucio. Begoña no quiso venir conmigo a Londres y sigue viviendo allí. Ya no me pertenecía. Una vez, veinte años antes, había sido mía. Pero yo dejé escapar aquella oportunidad y aunque la vida pareció darme una segunda opción, ya no era lo mismo para ninguno de los dos. Aun así le estoy muy agradecido a mi destino que me permitió volver a tenerla entre mis brazos aunque fuera aquella única noche. Ni siquiera eso suele ocurrir en la vida ya que es como bañarse otra vez en las mismas aguas de

 

un río. No ocurren cosas así todos los días y por ello fui muy afortunado. Yo no podía quedarme en Mandarache: a pesar de la amnistía política que se decretó y que me hubiera permitido vivir legalmente allí, había perdido las raíces, y, como ya he contado, mi vida ha sido un continuo ir y venir sin olvidar nunca aquella ciudad que me vio nacer. No volví a dedicarme nunca más a aquellas actividades, aunque moriré manteniendo ciertas convicciones políticas desde el escepticismo que se ha acentuado aún más con la edad. Escribí a Begoña desde entonces en muchas ocasiones, durante años. Hasta que de nuevo se hizo el silencio entre nosotros. Supongo que ella, tenía todo el derecho del mundo, con el tiempo formaría una familia normal, y espero que haya sido muy feliz. Yo nunca he podido olvidarla.

 

Aniceto Valverde Conesa Fotografías: Moisés Ruiz

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