NUNCA FUI MARINERO (II)

Nunca fui marinero, sino soldado de Tierra, de la fiel Infantería. Y, sin embargo, contigo deseé y deseo hacer la travesía de la vida. Déjame acompañarte. Arbolaríamos nuestro navío frente al viento y desplegaríamos el velamen a su favor, aprovecharíamos su impulso y partiríamos sin rumbo a quién sabe dónde; quizás hacia un destino que hubiera compartido contigo y que la vida parece presentarme de nuevo. Tiene una importancia igual a cero a que alguien distinto de nosotros (de quienes éramos y de quienes ahora somos) quiera saberlo. Qué hubiera importado o importaría a donde llegáramos si tú vinieras conmigo en esa travesía. Es más, incluso embarcaría contigo, tras ese periplo de la vida, la navegación o ‘derrota’ y el amor por esa sonrisa que ilumina tu rostro, en esa nave que nunca ha de tornar a este mar.

Yo nunca fui marinero, sino soldado de Tierra y tu sonrisa, tu saber volar y navegar me recuerda a aquel amor perdido en la noche de los tiempos, a alguien a quien quise con todo mi corazón y que por cómo se iluminaba aún más la sonrisa en su cara cuando nos encontrábamos, creo que ella a mí también me quiso. Quizás soñaba con que uno igualmente sabía volar o, tal vez, soñar, aun nunca habiendo sido marinero.

Ella se llamaba Charo y el amor duró mientras estuve sirviendo a la patria. Pero ambos sabíamos volar y soñar y nunca (al igual que uno no fue marinero) no hizo falta jamás hablar de ese pacto nunca escrito que pondría un fin aparente, como de película de cine, a nuestro amor.

Charo, vivía en la ciudad donde hice la ‘mili’, pero ya no estuvo nunca más allí. Lo supe con certeza. Con la misma con la que cuando yo volví a lo que había sido casi el único lugar donde había vivido supe que había pedido las raíces: al igual que ella volaba quizás ya, el uno sin el otro, con mucha menos certeza podíamos conocer el rumbo que habríamos de seguir, la ‘derrota’ que la vida nos depararía.

Uno no elegía su destino en el servicio militar. Me sentía un vagabundo o trotamundos (y quizás ella también cuando salió ‘volando’ de su escena, de su vida habitual.) Charo, cuando te tenía que abandonar porque me daban algún permiso para volver a mi “tierra” ésta ya no era la misma sin ti.

En lugar de coger el tren o el autobús que me llevara de vuelta (en realidad de ‘ida’) a lo que antes era mi ciudad, mi hogar, mi familia, procuraba hacerlo en lo que se llamaba “autostop”: en aquellos tiempos se podía hacer sin riesgo, la gente confiábamos más en la bondad y la solidaridad de las personas y viajábamos charlando. Te echaba de menos aun en el camino, en mi vuelo solitario con el amable conductor (solía ser un hombre). Para ello me vestía de soldado aun cuando por mi destino, era algo así como un peculiar espía que leía y traducía la Prensa y los informativos de Gibraltar (ese anacronismo) no tenía porqué hacerlo. Allí vestía siempre de ‘paisano’ o utilizaba el uniforme de faena para estar cómodo entre mis compañeros, sobre todo de la Policía Militar que hacían guardia en aquel ‘espacio reservado’, residencia del General Gobernador Militar de la plaza. Pero siempre me ponía el uniforme para ‘inspirar’ aún más confianza en los automovilistas que sabían volar a pesar de los modelos de la época. Me dejaban en los cruces de caminos, cuando el itinerario de ellos y el mío se bifurcaban, o sea, tomaban direcciones distintas. Por extraño que parezca a aquellos que hicimos la mili, deseaba ‘volver’ para ver tu sonrisa.

Cuando llegó el fin de mi servicio militar, cuando me licenciaron y me dieron aquel documento al que se llamaba ‘la blanca’ (en el que siempre ponía “Valor: se le supone”), paradójicamente, querida Charo, vimos cómo todo terminaba entre nosotros. Nos despedimos con un beso y un abrazo muy tierno y triste en aquel andén del que partía el expreso Algeciras-Irún-Hendaya (sí, aquel en el que Franco llegó tarde). Desde entonces me he sentido como el marinero de reemplazo y el vagabundo quizás triste o como payaso de esos que llaman de “Pupa Clown” de los hospitales que ilustra esta parte de esta narración o historia, que nunca sabréis si ocurrió o no. O como un ‘Diógenes’ que le pidiera al gran Alejandro Magno o al Destino que se apartara no para ver el Sol, sino tu sonrisa y abrazarte, volar contigo de nuevo.

Hasta que te encontré a ti y dejé de ser de bronce como la estatua del marinero (y del soldado de Tierra que sí que fui) y el ‘Diógenes’ del vagabundo. En tu sonrisa y en tus ojos brillaba el mismo destello, mi amor, de los que saben volar, navegar o soñar.

Hasta que te encontré a ti y dejé de ser de bronce como la estatua del marinero (y del soldado de Tierra que sí que fui) y el ‘Diógenes’ del vagabundo. En tu sonrisa y en tus ojos brillaba el mismo destello, mi amor, de los que saben volar, navegar o soñar.

 

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