EL ALIJO

La crisis económica y una posible solución personal o de un grupo de personas no necesariamente ilegal, pero alternativa o colateral y de dudoso resultado. La vuelta a prácticas de la posguerra española que parecían olvidadas y extinguidas: sólo recordadas como anécdotas por nuestros mayores, padres o abuelos. En el fondo,  tan sólo nos queda el recurso a reírse de uno mismo como medio para superar la tragedia cotidiana y el caos cósmico.

EL ALIJO

1.- El empresario comprometido.

En Santa Bibiana del Mar, antiguo pueblecito de pescadores, no pasaba nunca nada, todos se llevaban bien, hasta que empezaron las denuncias por hurtos famélicos (faltaba el dinero y robaban para comer). Mientras tanto, los vecinos tenían un secreto que, aparte de ellos, sólo un soldado de la fiel infantería destinado en Algeciras y que iba a pasar los fines de semana con su novia al pueblo, supo guardar.

En Santa Bibiana del Mar sólo había una marisquería exclusiva para turistas; una tienda de ultramarinos –que también había sido estanco de tabacos- en bancarrota  puesto que la gente en estos nuevos tiempos  iba a comprar a las grandes superficies de la capital comarcal; una taberna y casa de comidas para los del pueblo: “La Taberna del Capitán” (que regentaba Edgar-Edison Santacrus del Sur que vino a parar al pueblo después del mundo entero de aventuras en la mar; y Penélope: la mujer de serena belleza con la que reencontró el amor en Santa Bibiana); el mismo alcalde de toda la vida,  igual que el cura de siempre y de la Cofradía de pescadores, aunque la religión se mezclaba con las muchas supersticiones de los hombres de la mar. Una médico casada con el único farmacéutico (lo sabían todo de la gente); un delincuente habitual: el  ex toxicómano rehabilitado Toño, alias “el Pulpo”. Y dos abogados: uno buena persona y otro igual de eficaz pero que, como la marisquería, se dedicaba  en exclusiva a los hombres de negocios de fuera del pueblo. Naturalmente, Emilio Granados –antiguo pescador reconvertido en advenedizo de la construcción- era cliente del primero.

Todo era tan tranquilo que el Cuartel de la Guardia Civil sólo tenía por cliente habitual a Toño, que de vez en cuando metía la mano en bolsillo ajeno (de ahí el apodo de “el Pulpo”) y lo tenían que  encerrar durante una noche para cubrir las formalidades y sobre todo para cuidarlo. Por llegar ya habían dejado de venir las pateras y los de la Mar dormitaban en la patrullera “Golondrina”.

Emilio Granados, era un pescador más de Santa Bibiana del Mar que empezó en el oficio muy joven y trabajó en él hasta los cuarenta años en que el tío José Alberto, que  muchos años atrás se fue a hacer ‘las Américas’, le cambió la vida: lo hizo dueño de unos terrenos, que aún conservaba, justo cuando la expansión urbanística de Santa Bibiana del Mar los acababa de convertir en suelo urbano. Nada de dinero, pero esas tierras adquirieron un valor notable. A Emilio le llegaron a ofrecer mucha pasta por ellos. Él lo rechazó, no sólo por hacer un buen negocio (que sin duda lo era), sino también para que sus vecinos –especialmente sus antiguos compañeros de la mar- pudieran tener una vivienda más moderna y cómoda y abandonaran las antiguas casas del Sindicato, obra social del franquismo. Granados se metió a promotor-constructor. Todos se conocían en Santa Bibiana del Mar y la iniciativa de Emilio fue muy bien acogida: si ya su familia era considerada buena gente, esto era una muestra más. La oficina bancaria gestionó el crédito con toda diligencia: a fin de cuentas el director era vecino de aquel pueblo tranquilo, de gente honesta y trabajadora, donde todos tenían sus ahorrillos –ganados con mucho esfuerzo- en aquella única sucursal.

 Paradójicamente, la noche en que aparecieron los problemas se le habían aparecido las luces de San Telmo a un pesquero que así se salvó de naufragar bajo los embates de una terrible tormenta.

2.- El crédito que se «autopaga» o del «chin kin fu»

Eran las seis horas en punto (a.m.) del día en que los vecinos se percataron de que tenían crisis financiera. Algunos, jubilados y pescaderos, esperaban la vuelta de las pesqueras para ver cómo se les había dado la noche. El capitán de uno contó que se habían salvado de un naufragio gracias a que se les habían aparecido las luces de San Telmo en el mástil de la embarcación. Otro informó de que en la puesta de sol había visto el ‘rayo verde’ y después la ‘luna azul’ (más información en: https://www.expresodemandarache.es/html/ciencia/rayoverde_lunaazul.pdf).

Sin embargo, nada de toda esa buena suerte impidió que Emilio Granados (antiguos pescador reconvertido en advenedizo de la construcción), se quedara sin la pasta suficiente para terminar su obra.

En Santa Bibiana del Mar todo iba bien. Tanto que el cuartelillo de la Guardia Civil parecía un decorado más en la belleza de aquel pueblo curiosamente verde junto al mar.  Algunos vecinos encontraron empleo en la construcción, en la pequeña promoción social  (de sólo 24 viviendas de VPO) de Emilio Granados.

Pero de repente comenzaron los cambios y los problemas: no había dinero y fue cuando Emilio Granados, al que sólo le quedaba por pagar una pequeña cantidad,  recibió un e-mail con un orfertón de súper-crédito: sólo había que acudir, previa cita, a  Marbella.

Granados viajó con su abogado, el que tenía por clientela a la gente de Santa Bibiana del Mar, a esa ciudad donde se daba con frecuencia el milagro de que cualquiera se podía encontrar dinero en las bolsas de basura que, otros ciudadanos marbellíes, desde luego muy poco civilizados, arrojan sin pudor a las calles. La dirección correspondía a  un bufete de abogados, pues que dos eran los marbellíes. Uno hacía de poli bueno y el otro de poli malo: para mayor credibilidad el que hacía de malo le hacía preguntas sobre posibles problemas con el Fisco español. El bueno siempre acertaba a dar una respuesta muy convincente. Era muy fácil: había que pedir prestada una suma de dinero diez veces superior a la que el Sr. Granados necesitaba para terminar su promoción. El dinero ‘sobrante’, gestionado hábilmente por aquellos dos personajes en los mercados financieros internaciones, a través de ciertas entidades ubicadas en Gibraltar, generaría suficientes intereses como para pagar todo el montante del súper-crédito-orfertón. Para ello, aquellos dos sujetos, según se establecía en las cláusulas del compromiso de gestión, “pondrían sus mejores empeños en conseguirlo” por una módica cantidad de dólares USA. Por supuesto, por adelantado, más otra serie de extraños conceptos imprescindibles para traficar en los mercados internacionales, tales como sobornos para comilonas de prebostes de las finanzas internacionales y toda suerte de especuladores y vendedores de humo.

El abogado de Emilio, normalmente  tranquilo y sereno, miró de reojo a su cliente en un guiño de mus. Se levantó y dijo: “Muchas gracias, señores; somos de pueblo pero no imbéciles”. Sólo por prudencia no le dijo otras cuatro palabras bien dichas a aquellos dos  impresentables. Nadie, como se decía antes, da ‘duros’ a cuatro pesetas. Cuando el abogado de Emilio lo comentó con el otro del pueblo, que era su amigo porque, además, se tenían bien repartida la clientela: uno los del pueblo y otro como la marisquería, dedicado en exclusiva a los hombres de negocios de fuera, este último le dijo: “Ése es el famoso timo del crédito de ‘chin kin fu’”.

3.- La partida de dominó inspiró el plan.

Unos días después de su viaje a Marbella y del bluf –y desengaño y frustración- del crédito del ‘chin kin fu’, en “La Taberna del Capitán”, Emilio Granados –ex pescador y advenedizo del negocio de la construcción- jugaba al dominó con la médico: ponía una nota de color femenino en un juego ‘normalmente’ de hombres y de lo más natural en estos tiempos. Además, la facultativa fumaba como una ‘descosía’ y no tenía mucho trabajo: en Santa Bibiana, incluso los mayores, estaban súper sanos y su marido, el farmacéutico,  se hinchaba de vender ‘viagras’ y preservativos y pastillas para las tos del tabaco. El dueño de la tienda de ultramarinos (que tampoco tenía trabajo por falta de clientela) y el propio ex capitán de la marina mercante dueño de “La Taberna del Capitán”. Aparte, en el local no había nadie más que Penélope, la mujer de serena belleza con la que Edgar-Edisón Santacrus del Sur reencontró el amor cuando vino a recalar en Santa Bibiana después del mundo entero de aventuras en la mar. Penélope además había sido la primera dueña del bar y de la pensión que había sobre éste.  Gozaban de un amor tan tardío como tierno. Los jugadores hablaban de los  problemas financieros y, especialmente, del dinero necesario para terminar la obra de Emilio, cuando entró un personaje al que todos saludaron. Era Adolfo Marín, natural de Santa Bibiana del Mar, excontrabandista que ahora regentaba un floreciente negocio en Algeciras: su empresa vendía al Ejército, en exclusiva, las cadenas que los españoles colocaban alrededor del Peñón y que todas las noches los buzos británicos cortaban por la añeja disputa sobre si el Tratado de Utrecht  -de 13 de julio de 1713-  concedía a Su Graciosa Majestad algo de mar territorial a la colonia. Un almirante gobernador militar de la Roca dijo una vez: “El mar territorial llega hasta donde alcanzan mis cañones”, un hijo de la Gran Bretaña destinado en una triste colonia tenía que ser.
Adolfo pidió un vino ‘fino’. Penélope le dio un beso y le puso además un par de croquetas y unas aceitunas de aperitivo. Era un vecino ilustre de Santa Bibiana, sin estudios, pero bien ‘espabilao’ y  con mucho dinero. Con una parte se había comprado una casa enorme y preciosa con vistas al mar donde iba a descansar y a donde llevó por primera vez al soldado Sergio Bustamante. Adolfo Marín se unió al ‘negocio’. No había jugado la partida, pero dominó: él sabía por dónde se podía entrar en aguas del Peñón. Se hizo el accionista mayoritario: él correría con muchos gastos y se llevaría la mayor parte de la mercancía (especialmente la quincalla, que en el argot de los contrabandistas no sólo significa chatarra o cosa de escaso valor) para distribuirla en el mercado nacional e internacional: la menor parte de las ganancias irían para el pueblo y para la obra de Emilio. Toda la gente de Santa Bibiana sabía  que algo tramaban, y más estando Adolfo de por medio, incluyendo a la propia Guardia Civil, pero no salió fuera ni una sola palabra: igual que el soldado de la fiel infantería que supo guardar el secreto aunque hubiera tenido que ponerlo en conocimiento de sus superiores. Los conjurados fletarían de nuevo el viejo pesquero “Santa Teresa”, de la 3ª Lista o categoría, matrícula ALG-CT-MCH y  con un tonelaje de neto de 20 GT, equivalente a las toneladas de volumen de bodega (o toneladas Moorson)  más que suficientes para el gran alijo.

 

4.- El soldado Bustamante.

 Mientras tanto, los vecinos de Santa Bibiana del Mar tenían un plan para intentar que la crisis económica les fuera más llevadera. Y, entre  otras muchas  cosas, el antiguo pescador,  metido a promotor-constructor, llamado Emilio Granados pudiera terminar la obra de unas nuevas viviendas más cómodas y modernas para sus antiguos compañeros de la mar. Los cabecillas eran el propio expescador, el dueño de “La Taberna del Capitán” (Edgar-Edison Santacrus del Sur que lo había sido de la Marina Mercante de Colombia, Egipto y bajo otros muchos pabellones de ‘conveniencia’ y/o paraísos fiscales), el empresario con negocio en Algeciras Adolfo Marín era el que más iba a sacar del ‘negocio’:  pagaría algunos gastos y se quedaría con la mejor parte del botín: toda la quincalla, que en el argot de los contrabandistas no sólo significa chatarra o cosa de escaso valor. El dueño de la arruinada tienda de ultramarinos del pueblo (también antiguo estanco de tabacos donde en los tiempos del estraperlo y contrabando se vendía bajo cuerda el alijado). Incluso la propia Guardia Civil del cuartelillo de Santa Bibiana del Mar estaba algo al tanto de la operación y hacían un poco la vista ‘gorda’. Pero, eso sí: ya sabían que el “Santa Teresa” había zarpado de noche dando comienzo al operativo o a su primera fase.

Por otra parte, Adolfo Marín, un empresario nacido en Santa Bibiana del Mar, dueño de una empresa de suministros de cadenas en exclusiva al Ejército español para deslindar las aguas alrededor del Peñón de Gibraltar se había hecho muy amigo del soldado Bustamante: quería que le diera información (pues éste servía en Inteligencia del Gobierno militar espiando a los ‘llanitos’)  y que además influyese o ‘presionase’ a un compañero de Intendencia para que agilizara la tramitación de algunas otras concesiones en las que el empresario tenía mucho interés. Adolfo Marín  fue quien primero lo llevó al pueblo de Santa Bibiana del Mar y a su propio y lujoso chalet. Al soldado Sergio Bustamante le gustó tanto que volvió –ya por su cuenta-,  y no sólo por la extraordinaria belleza del pueblo, sino también animado por otras posibilidades.

El simple soldado Sergio se había enamorado de Charo Montserrat, la hija de un teniente coronel.  y a ella le iba su rollo.  Su relación  no estaba bien vista en Algeciras, capital comarcal de la zona y del Ejército: era necesario aun en estos tiempos mantener su amor en secreto. ¿Dónde mejor que en Santa Bibiana del Mar y en su bar-comedor-pensión eventual “La Taberna del Capitán”: todo era paz y absoluta confidencialidad:  un buen nidito de amor y encima baratito para el soldado. Ella decía que se iba a casa de una amiga que le mantenía la coartada y por eso los padres le daban muy poquico dinero.

Mientras cenaba la parejita de enamorados, los tortolitos Charo y Sergio,  Penélope  se quejaba: “Mi marido otra vez de aventuras”. “¿A su edad?”, replicó el soldado. “No, mi niño, que se embarca otra vez”. Y ya que había empezado no pudo parar y les contó a los dos amantes el resto de la historia: tantas aventuras de su marido  había tenido que escuchar la buena de Penélope, incluso en el breve tiempo que hacía de su reencuentro y convivencia, que casi se las sabía todas de memoria, o eso creía, dado que el capitán Edgar-Edisón, oriundo de la Colombia de Álvaro Mutis y del Gabo, siempre estaba recordando su  pasado glorioso en la mar,  con ella y con los amigos y clientes de “La Taberna del Capitán” de Santa. Bibiana del Mar; negocio que en esos momentos les daba de comer. “¿Para qué tiene que complicarse la vida otra vez?”, agregó Penélope. “Jodíos hombres”.
Toño “el Pulpo” se tomaba el primer ‘golpe’, al que seguiría otros más que le llevarían a meter de nuevo la mano donde no debía. Esto, sin duda le llevaría a dormir esa noche de nuevo al cobijo de la Guardia Civil: seguro que le darían mucho café. Desde el calabozo escuchó una conversación por radio que tuvieron los del Mar con la base en el cuartelillo. El “Santa Teresa” había zarpado. Los ‘conjurados’ (plenamente confiados en que con una o dos operaciones sacarían el dinero necesario, y mucho más Adolfo Marín),  iban todos a bordo y patroneaba el viejo capitán de la Marina Mercante de Colombia, Egipto y otros muchos pabellones: el famosísimo Edgar-Edinsón Santracrus. Mientras, Sergio Bustamante y su novia Charo Montserrat hacían plácidamente el amor en la pensión y casa de comidas “La Taberna del Capitán”  de aquel bonito pueblo que se llamaba Santa Bibiana del Mar.

5.- Un intercambio de falsedades en el que pierden los españoles.

Emilio Granados era un antiguo pescador del pueblecito marinero Santa Bibiana del Mar, un sitio encantador y  precioso de la costa Atlántica cercana al Estrecho de Gibraltar. Hasta que llegó el fantasma de la crisis había sido un pueblo tranquilo. Emilio se había metido en una pequeña promoción de veinticuatro viviendas de VPO en unos terrenos que había heredado del tío José Alberto, que hizo ‘las Américas’, antes de morir rico allá. Las casas eran para sus antiguos compañeros de la mar. Pero vinieron los problemas y se quedó sin liquidez para terminarla. Algunos vecinos de Santa Bibiana del Mar,  por iniciativa del empresario Adolfo Marín, se habían metido en un extraño negocio que, se suponía, debía ayudarles a superar ese bache económico en el que estaba la obra. Pobres ingenuos. El único listo: Adolfo Marín.

El soldado Sergio Bustamente era traductor en la Sección de Inteligencia (Segunda) del Gobierno Militar del Campo de Gibraltar con sede en Algeciras. Había sido antes periodista, pero las cosas no iban bien e ingresó en el Ejército profesional. Hacía un seguimiento de la actualidad del Peñón a través de su prensa y televisión. De casualidad se enteró del secreto de la gente de Santa Bibiana. Hubiera tenido que informar a la Superioridad, podría suscitarse un serio conflicto diplomático.  No lo hizo y supo guardar un secreto. Como su amor por Charo, la hija de un alto oficial del Ejército.

La Guardia Civil de Santa Bibiana del Mar desconocía cuál iba a ser exactamente el cargamento que aquellos desgraciados iban a recoger. Aun así, la patrullera “Golondrina”,  al mando del sargento-comandante Piqueras, había recibido instrucciones de vigilarlos discretamente para evitar líos. Encima les hicieron como de discreta escolta. Incluso denunciaron una planeadora (de verdaderos narcos profesionales) ante sus autoridades cuando salía a toda pastilla del Peñón. Era su deber y así, además, de carambola, mantendrían a los gibraltareños ocupados y el “Santa Teresa” pasaría, si acaso,  desapercibido. Pero ¿qué se traerían entre manos aquellos aficionados que se iban a complicar la vida y, seguramente, por una mierda de relojes falsos o cosas así?
La Historia,  en grande como la pequeña historia de los seres humanos,  tiene la manía de repetirse como el ajo. Esta vez, de nuevo,  los gibraltareños engañaron a los de Santa Bibiana del Mar: les colaron a precio de oro una gran cantidad de mercancía falsa y peligrosa.  Y eso que se suponía que eran contactos fiables de Adolfo Marín: su particular alijo de toallas (o sea la quincalla de marras en el argot de los contrabandistas) sí que era de lo bueno lo mejor en falso. La Guardia Civil seguía sin saber de qué mierda se trataba fuera la quincalla y/o algo más nocivo.

6.- Qué malo es el tabaco.

Santa Bibiana del Mar era un pueblo tranquilo, quizás demasiado. Hasta que un día a las 6 horas en punto (a.m.) sus vecinos descubrieron que había crisis económica y empezaron los robos de gallinas para comer y el antiguo pescador, metido a advenedizo de la construcción Emilio Granados, se quedó sin liquidez para terminar su modesta promoción de VPO para pescadores. Él y otros del pueblo decidieron arriesgarse con el contrabando: traerían una mercancía en el barco “Santa Teresa” desde el Peñón de Gibraltar. El soldado Sergio Bustamante y su novia Charo Montserrat pasaban sus fines de semana amorosos en el pueblo alojados en “La Taberna del Capitán”. Se enteraron de casualidad. Aparte de los vecinos e incluso de la Guardia Civil de Santa Bibiana, sólo ellos fueron dueños de este secreto, pero sin saber de qué diantres se trataba el alijo. Y eso que Bustamante hubiera tenido que dar parte a la Superioridad.

Adolfo Marín, el empresario que suministraba diariamente las cadenas para deslindar las aguas alrededor del Peñón porque todas las noches los buceadores británico-llanitos las cortaban,  desapareció de escena: ya se había dado el piro con el cargamento de quincalla, o sea, con el mogollón de toallas de excelente calidad y más valor, aunque fueran falsificadas de quién sabía dónde.  Cada uno del resto de los conjurados tenía su motivo para intervenir en el negocio: Emilio Granados para terminar su obra; el Capitán Edgar-Edisón Santacrus tan sólo por el deseo de volver a las aventuras de la mar; el dueño de la tienda de ultramarinos de Santa Bibiana del Mar para recuperar pérdidas y con el deseo de abrir de nuevo el estanco anejo a la pequeña tienda; el farmacéutico para autoconsumo (fumaba como un ‘descosío’ igualito, desgraciadamente, que su mujer: la médica jugadora empedernida de dominó) y para tener más clientela que le comprara enormes cantidades de pastillas para la tos de su propia formulación magistral: mejores que las famosas ‘Juanolas’, etc.  Ellos elaboraron la trama de esta historia y se organizaron. El gran alijo de tabacos se depositó en la trastienda y almacén de “La Taberna del Capitán” y, sobre todo, en el de la tienda de ultramarinos puesto que antes había sido también estanco de labores del tabaco tanto las alijadas como, con permiso del Fisco en tiempos, para vender el ‘decomisado’ por  Aduanas. A Toño “el Pulpo”, para que se sacara algún dinerillo, le habían encargado distribuir la mercancía, a nivel local. Tenía que ir llevándola en pequeñas cantidades de la tienda de ultramarinos a las máquinas expendedoras de los bares y kioscos de la zona portuaria, como en los viejos tiempos del estraperlo y del auténtico contrabando ‘sano’. Pero qué malo es el tabaco. Más cuando es una falsificación. La Guardia Civil cogió de casualidad a Toño: llevaba un extraño paquete. Era tan desgraciado como los demás y lo iban a trincar en el primer porte. Toño salió corriendo. Tanto él como el agente se llegaron a asfixiar. “Anda, ya está bien, ‘Pulpo’”. Toño resoplaba también. “A ver, ¿qué llevas ahí? Dame la bolsa. ¿Dónde has ‘metío’ la ‘zarpa’ esta vez?”. El agente de la Benemérita de Santa Bibiana la abrió: era tabaco. “Hombre, vamos a echar un pito antes de ir al cuartelillo, Toño”, dijo el guardia. “Venga”, contestó Toño. Abrieron uno de los cartones y sacaron una cajetilla de puro tabaco americano hecho en China. “Pero ¿qué mierda es ésta?”, gritó el guardia: ambos tosían como descosidos: luego tendrían que comprar un cargamento de las ‘juanolas’ especiales de la única Farmacia de Santa Bibiana. “Si es que, encima sois unos ‘desgraciaos’. O sea, digamos, que nos hemos jugado un expediente y… Os voy a dar de hostias… ¿Era esto?… Otra mierda: ¿A quién coño pretendían venderle esta basura falsificada y tóxica, so tontos?.” Esto era ya intolerable: no es lo mismo, y mucho menos en España, un simple delito contra la Hacienda Pública  que otro contra la Salud Pública, aun cuando el tabaco de buena calidad ya es de por sí  un veneno para el cuerpo. “Que sois unos idiotas”, machacó el agente.

Enseguida que Emilio Granados se enteró, los implicados (menos Adolfo Marín que había desaparecido y, por supuesto, del dinero que había prometido enviar a los del pueblo –parte de sus ganancias de las toallas- nunca se supo nada), arrojaron el resto del cargamento por la borda de la patrullera “Golondrina” de la Guardia Civil de Santa Bibiana  para que se hundiera en lo más profundo de la mar.

Así que la obra de Emilio nunca terminó y fue embargada por el banco como el propio Granados y otros vecinos de Santa Bibiana. El antiguo director de aquella sucursal se dio a la fuga con el tasador de inmuebles y su amante. La gente del pueblo se echó a la calle en una gran manifestación contra el Gobierno como nunca antes se había visto, salvo cuando la segunda guerra de Irak.

FIN

© Aniceto Valverde Conesa.


N. del A: La matrícula significa:  Algeciras, Cartagena , Mandarache; un nuevo Distrito marinero que acabamos de cre
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