EL ENCARGO o LA CHICA DEL CALENDARIO

Un profesional nunca mezcla las pasiones con los negocios.

Me miró de soslayo, torvo, enarcando la ceja y la órbita de su ojo derecho hasta hacerlo sobresalir por encima de aquellas gafas cuadriculadas. Acentuaba este gesto una cara y cabeza picassianas, como un trapecio invertido. Posaba su mirada en mí de este modo cuando quería reprenderme. Sin embargo, esos ojos diminutos y enfoscados, sin color definido, pertenecían a un ser patético. Quería mostrar enfado, eso estaba claro; un enfado de tipo paternalista, todavía más indignante para mí. En cambio el resultado no dejaba de ser esperpéntico. Eso hubiera resultado genial de haberlo pretendido, y más en su caso. Pero no era así. Estaba dejando bien a las claras que algo escondía. Mantuvo el gesto torcido unos instantes más. Yo permanecía sentado en el sillón giratorio y por encima de él, que seguía de pie, miraba la chica del almanaque. Era la de la portada del “Play Boy” del mes de noviembre.

Se decidió a hablar. Un “no has cumplido” salió de su media boca derecha, apenas por el espacio que le dejaban sus dientes apretados. Eran las siete de la tarde, me acababa de tomar el gin-tonic de costumbre y acariciaba las cachas de la Magnum . La chica del calendario me estaba poniendo cachondo y aquel tipo ya empezaba a resultar demasiado molesto. “Ni vosotros tampoco”, le contesté silabeando, como si con las palabras lo abofeteara. Él, al menos, así lo tuvo que notar. Abandonó ese rictus chulesco mientras le crecía el asombro y la indignación.

Aquello era la oficina de Similie. Una habitación de motel-garito de mala calaña. So oía el incesante campanilleo de las tragaperras. El rítmico crujir de algún somier; los gatos del callejón por donde estaba la salida de estraperlo… La luz intermitente del neón del cartel del motel que entraba por la ventana seguía haciendo aparecer insistentemente aquella figura por debajo de la chica del calendario.

-Lo tuyo es peor. Estás complicando las cosas –replicó todavía sorprendido por lo que acababa de decir.

-Mira, Logan, sabes que nunca os he fallado –y añadí-: Vosotros guardáis algún as en la manga. –Esto del as le gustó oírlo.

-¿Has hablado con Tracy?

-No –contesté de inmediato.

-Lo que tienes que hacer es cumplir el trato –insistía.

-Ya, ya, Logan; que ahora me vas a decir tú lo que tengo que hacer –repuse, y me sorprendí de haberlo dicho sin haberle vaciado todavía el cargador. Sin percatarse de su peligro volvió al gesto torcido del principio. Añadió: “Vendrá Tracy a hablar contigo”. Estuve a punto de soltar una tremenda carcajada. Me contuve. “Dile que no venga sin el dinero”, repliqué.

Yo no iba a volver a las andadas. No me iba a complicar la vida de nuevo. Y mucho menos con algo que tuviera que ver con la banda de Tracy y Logan. Si ahora andaba con ellos –con Tracy más que nada- era porque me habían ayudado –miserablemente, desde luego- a salir de la cárcel. La falsificación de billetes de banco anda muy penada hoy día. Pero esto era una cosa; otra muy distinta, por aquella ayuda de mierda, atender todo cuanto ellos me pidieran. No estaba dispuesto, no.

Tracy me había dicho en la sala de visitas de la penitenciaría: “Tú te vienes con nosotros. Bueno, primero damos referencias de mi nueva empresa. La limpia, eh, como trabajo; para que te dejen salir de aquí con el tercer grado. Te estás una temporada al pairo; algún trabajillo de poca monta, y, después, ya hablamos”.

-Está bien, Tracy. Pero siempre como yo diga. Los trabajos. ¿Entendido?

-Lo que tú digas, Harry; tú eres el experto –contestó. Desde luego eso fue lo que dijo.

Tracy Similie quería contar conmigo para su organización; una organización de tercera, si es que llegaba. Apenas abarcaba un pequeño sector de influencia en el Barrio. En el polígono. Le dejaban actuar entre los grandes como a la rémora los tiburones, o los leones a las hienas. Nunca había supuesto problema para los señores. Era el lacayo que recoge la mesa y come de las sobras. Parecía que en ese momento planeaba un golpe de mano. Se había hartado, seguramente, de su situación, y quería aprovechar la indiferencia que le prodigaban los grandes. Quería contar conmigo; otros quizá le sobraban.

Y luego estabas tú, princesa. Tus cartas en la celda. Ya no me bastaban aquellos contactos v is a vis con ese hijo de puta venga mirar lo que hacíamos. La parte del botín que nos aguardaba. No me importó hacerme cargo del saneamiento de la panda de Tracy. Eso sin duda, pero otra cosa muy distinta era la de matar a su socio, a Johnnie Logan, que ahora me miraba con su jeta torcida, por debajo del almanaque del “Play Boy” donde estás tú desnuda, reclamándome que cumpliera el encargo de Tracy. Lo hubiera hecho con gusto, porque era el miserable al que se le había ocurrido la idea de que posaras para el calendario mientras yo estaba en la cárcel. No merecía vivir. Pero yo soy un profesional: nunca dejo que las cuestiones personales se mezclen con los negocios.

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