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NO LLORES POR MÍ

Vendrán tiempos mejores. Y, tal vez, haya sido así.

No llores por mí.

A la memoria de mi tío Antonio Valverde, hermano de mi padre, que murió apenas unos meses antes que él como si se hubieran puesto de acuerdo de tanto amor que se profesaban. Y, en este caso, para una de sus hijas, mi prima Ascensión Valverde Sánchez y el marido de ésta, el teniente coronel Carlos Blanco Martin que tiene su destino precisamente en Cerro Muriano.

Cuando me bajé del autobús “Bacoma” que hace la ruta Barcelona-Algeciras, como todo el mundo que llega de nuevas, lo primero que sentí fue el fuerte viento de Levante y la lluvia que arrastraba que tardó un segundo en empaparme hasta los huesos y, de la misma forma, hacerme volar como una de las miles de gaviotas que graznaban alrededor. Podía haber ido en tren, el que hace la mítica ruta Algeciras-Irún-Hendaya por cuenta del Ejército de Tierra como hice cuando me licencié para ver algo más de mundo o para mayor romanticismo en la partida y vuelta a casa. Tiene su encanto eso del trasbordo en Alcázar de San Juan y todo ese lío de trenes. Además, hasta ahí -de vuelta- fui acompañado de Agustín quien fuera conmigo el último al que licenciaron de nuestro reemplazo. Menuda cogorza cogimos cuando vimos que todos se iban el viernes menos nosotros… Pero para ser mi primera vez y evitar nervios era más cómodo por directo el autobús que cogí en Murcia a las dos de la madrugada. Casi doce horas después estaba en Algeciras con ese viento del demonio. Mal augurio, me dije. Pero qué quería en aquella tierra y ya a fines del otoño.

Y efectivamente, el veterano que debía enseñarme mis tareas, delicadas tareas he de decir, al servicio del Ejército había tenido la mala pata, y nunca mejor dicho, de dar un traspiés y romperse la pierna derecha por la rodilla. Estuvo meses en el Hospital Militar, incluso muchos después de que se fueran sus compañeros de reemplazo, o sea, los que entran con uno y se deben o debían ir también juntos de vuelta a casa. Yo iba a visitarlo de cuando en cuando y a llevarle algunas revistas, tabaco y, sobre todo, las cartas que llegaban de su novia. De esta manera cuando me presenté como uno más ante el Jefe de la Unidad de Destinos éste me ordenó que fuera, sin ni siquiera los trámites habituales, inmediatamente a presencia quien realmente iba a ser mi superior durante trece largos meses, aunque debo decir que no lo pasé mal. Ya, si acaso, os contaré.

Yo tenía una misión importante y secreta de la que el coronel Jefe del Batallón del CIR de Cerro Muriano (Códoba) donde había hecho el periodo de instrucción, ya me había informado.

Por lo tanto, y bastante acojonado, no lo pensé mucho y en un pis-pás estaba en el Gobierno Militar del Campo de Gibraltar en presencia del comandante de Estado Mayor Andrés Villalta que fue el que me puso al tanto de la desgracia de mi maestro o veterano y de la obligación que tenía de comenzar inmediatamente el trabajo que ya se acumulaba y sobre el que, bajo pena de destino a cualquier batería de costa del Estrecho de Gibraltar, debía guardar el más absoluto secreto salvo con él, que me daría las órdenes oportunas, y los informes que se remitían de nuestro trabajo no sólo al Ministerio de Asuntos Exteriores, sino al entonces llamado Centro Superior de Información de la Defensa (actualmente CNI)… Glub. En aquella temprana edad cuando te dicen algo así lo más lógico es echarte a temblar, incluso maldecir el tiempo que había pasado en Inglaterra tan ricamente perfeccionando mi inglés y disfrutando de ser la novedad o el distinto y la atracción en el College. Y más, como contaré en otro momento, no se tiene de quien echar mano para que te enseñe los entresijos de ese oficio tan importante y de sanción tan grave. Ya vería qué hacía para cumplir el encargo misterioso que, por otra parte, me halagaba.

 

A cambio yo disfrutaría de total libertad de entrada y salida, de paisano por supuesto, estaría liberado de guardias y retenes, salvo eventuales refuerzos, y viviría de hecho en el propio Gobierno Militar y no en la Unidad de Destinos. No iba a ser un oficinista cualquiera de los que venían a las ocho de la mañana y se volvían allí al terminar su jornada para, si tenían suerte, salir a las seis de paseo y volver creo recordar que a las nueve o diez. Sólo tenía que convivir con los camareros del General Gobernador Militar de la Plaza, un asistente de los oficiales de guardia, el calderero (así llamaban al encargado de la caldera de la calefacción del General) y la guardia de la Policía Militar a todos cuyos integrantes acabé conocimiento y trabando profunda amistad, lo cual era otro lujo del puesto ni que decir tiene.

Pero había otro problemilla eventual que mi jefe, el Comandante de Estado Mayor, se había callado. Hasta febrero del año siguiente no se incorporaría el sustituto del que estaba en el Hospital y que debía ser mi compañero de apoyo y sustituto para permisos. Estaba solo ante el peligro y la Navidad se nos echó encima. Yo hubiera tenido que pasar la mitad de ella de permiso en casa. Naturalmente, no fue así.

Estábamos cenando todos en la sala que había para las comidas como de costumbre, pero un menú especial por ser Nochebuena. Había unas mesas y sillas de formica, una mesa grande donde se ponían los calderos con las comidas para repartir y una estufa de butano. Y, como si fuera un bar de la época, una televisión sobreelevada y apoyada en un estante de la pared. Ya habíamos bebido bastante durante todo el día. Pusieron el anuncio ese del “Vuelve a casa, vuelve por Navidad…” Pocas veces en mi vida me he emocionado tanto. Tendríais que haber visto a los tíos como montañas de grandes de la Policía Militar abrazarse y abrazarnos llorando como niños, pero a moco tendido echando de menos a nuestras familias y seres queridos.

Quizás os siga contado estas historias. No lo sé. Pero de momento aquella Navidad dijo al igual que ésta: No llores por mí que habrá, como ha habido, otras navidades para todo el máximo número de personas y más felices para los de buena voluntad. Que así sea como fue. Y en aquel entonces había kilómetros y horas de por medio.

 

Aniceto Valverde

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